Que los medios paraguayos opten por llamar ‘Federico’ para alejar de Franco al presidente de prepo no es una cuestión menor. Una manera de dibujar la realidad. Una costumbre que los aleja del fin primigenio de la prensa. Todos los gobiernos progresistas de Sudamérica advierten la peligrosidad del accionar de las corporaciones periodísticas para la estabilidad de cada país. Que en México haya retornado el PRI de la mano de Enrique Peña Nieto sugiere las pinceladas de Televisa en la orientación del electorado. En nuestro país hay operaciones de tinte político orquestadas desde los medios hegemónicos todos los días. Disfrazadas de periodismo independiente, por supuesto. Exageraciones y mentiras pueblan el contenido de los principales diarios y programas de televisión con el objetivo de alimentar los prejuicios de una minoría patricia y extenderlos hacia algunos desclasados de la clase media. El objetivo es claro: socavar el modelo K. Y de paso, manchar, desprestigiar y debilitar la empatía indiscutible entre La Presidenta y el grueso de los ciudadanos.
Tanto los medios con hegemonía en declive como las voces del oficialismo construyen épicas contrapuestas. Los primeros esgrimen un relato apolillado que rememora un pasado doloroso; los segundos, con tropiezos y contradicciones, sostienen un discurso que impulsa al futuro. Los primeros explotan una tendencia histórica de ciertos individuos a desconfiar de los políticos; los segundos instalan en la sociedad la idea de que la política es la única herramienta para construir un país inclusivo. Unos y otros elaboran un relato. Gran parte de los contenidos mediáticos apuntan a una ruptura con el Gobierno Nacional y para eso relatan una realidad que casi no existe. No cuentan hechos, sino que los inventan. Y no conformes con esto, opinan sobre esas invenciones y reciclan hasta el infinito. El relato K, en cambio, tiene una modesta verificación en lo cotidiano y por eso resulta más efectivo.
Además, son tan burdas las estrategias de estos medios distorsivos que ya convencen a pocos. Una cosa es des-construir la imagen monstruosa del Moyano K y otra es contar cortocircuitos que no existieron en la bilateral entre Argentina y Brasil, a tal punto de ser desmentidos por la propia Cancillería. Y gran parte del público no come vidrio. Otros, sí, pero por convicción. Algunos domingueros ostentan su Clarín como un estandarte y disfrutan del mal humor que produce su lectura. Muchos minimizan estas cuestiones y las sintetizan con el latiguillo de que es una pelea entre el gobierno y un grupo de medios. Pero no es tan sencillo. Si los medios se esfuerzan por des-orientar a la opinión pública no es por pura maldad. Los medios hegemónicos son mucho más que eso: están pensados para ser el órgano de difusión de una minoría privilegiada, de una clase que retiene gran parte de la riqueza del país; constituyen una muralla de protección para los poderes fácticos; alimentan el sentido común hasta convertirlo en retrógrado. Algo así explotó el usurpador presidencial de Paraguay al decir que ahora que fue suspendida su participación en el MERCOSUR podrá comerciar con quien quiera. Además, como no tendrá que viajar a las cumbres, “podrá ahorrar” la plata que se gasta en cócteles y banquetes. Argumentos baratos y similares a los que se utilizan en nuestro país ante cada viaje presidencial. Y los medios hegemónicos paraguayos extraen del arcón del dolor una comparación nefasta con la Guerra de la Triple Alianza. Lo que más molesta al poder fáctico paraguayo –y de estos lares, también- por supuesto, es que se haya aprovechado la suspensión de Paraguay para introducir a Venezuela “por la ventana”.
De regreso a nuestro país, los últimos días estuvieron plagados de opiniones diversas sobre el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias. Algún ingenuo podrá pensar que existe en estas voces una preocupación especial por los asalariados que menos ganan entre los que más ganan. Detrás de este humanitario gesto se esconden segundas intenciones. Por un lado, desfinanciar al Estado, que, de eliminarse el impuesto junto con la elevación del tope para las asignaciones, perdería algo así como 24000 millones de pesos. Pero por otro lado, pretenden distraer la atención sobre todos los que tienen ganancias extraordinarias y, por el espíritu de una ley que no se intenta modificar, están exentos del tributo. Y todo esto junto contribuye a generar el escenario turbulento que tanto desean para frenar un poco al gobierno. Todo para evitar cambios más profundos.
Porque nadie duda de que se necesitan más cambios profundos en nuestro país. Por supuesto, no los que quieren los exponentes de los sectores corporativos. Toda transformación debe apuntar a la equidad en serio. Los que ganan poco que paguen poco y puedan acceder a los servicios del Estado y a otros beneficios de confort. Para eso, no se debe desfinanciar al Estado que es el único que, por el momento, está dispuesto a realizar una redistribución del ingreso. Pero aquí viene el problema, porque los que más ganan son los que se resisten a compartir. Y mientras más ganan, más se resisten, evaden y especulan. Un poco por astucia propia y otro poco por inoperancia en los controles. Inexplicable resulta que el empresario que juega a diputado se ufane de la manera en que tiene diseñado su patrimonio para pagar menos impuestos. Casi como si estuviera pidiendo a gritos que lo investiguen. Y a su contador también, ya que estamos.
Por eso hace falta una reforma impositiva con carácter progresivo, que implica que los que más ingresos tengan más impuestos paguen. El impuesto a las Ganancias –que debería llamarse a los ingresos, para evitar confusiones- debería reformularse para que nadie quede exento, sean jueces, eclesiásticos, financistas, mineras ni nadie que tenga grandes ingresos. Y también ejercer el control para desterrar la evasión, que convierte en irregular a una buena porción de la economía, por efecto contagio. Por otro lado, también reformular el IVA, que tanto pobres como ricos pagan en la misma proporción, por lo que es regresivo. Estas revisiones tienen como objetivo profundizar el espíritu redistributivo de este modelo. Porque los niveles de pobreza siguen siendo significativos, la informalidad laboral alcanza a un tercio de la población y aún persisten importantes bolsones de desigualdad. El déficit habitacional es agudo, un porcentaje de la población no accede a infraestructura básica de servicios esenciales y todavía existen sustanciales brechas educativas según estratos socioeconómicos. El desempleo y el subempleo involucran al 14,5 por ciento de la población económicamente activa y las jubilaciones mínimas son insuficientes, a pesar de los importantes incrementos que han tenido. Aunque en estos nueve años se han producido impensables transformaciones que apuntan a la equidad, todavía falta muchísimo para llegar al país que gran parte de los ciudadanos argentinos anhelamos.
No es un buen argumento esgrimir que sólo el 19 por ciento de los trabajadores registrados está en condiciones de pagar el Impuesto a las Ganancias y menos aún con un piso de 6000 o 7000 pesos. Pero tampoco lo es impulsar su eliminación. Si dejara de cobrarse este tributo, esos 21000 millones irían a parar a manos de los que más ganan, el decil más rico. Esto aumentaría un 11 por ciento la desigualdad en la brecha de ingresos y dos puntos en el Coeficiente de Gini. Con este impuesto, el Estado toma recursos de los sectores más favorecidos para volcarlos a los más vulnerables. Y hasta ahora ha dado buenos resultados esta política de redistribución. Sin embargo, si no hubiera tanta resistencia, tanto individualismo, tanta angurria desmedida, los cambios se producirían con mayor rapidez y con beneficios extendidos para todos. Claro, algunos se niegan a renunciar a sus descomunales privilegios; les molesta que los demás accedan a derechos básicos; sólo quieren incrementar sus cuantiosas ganancias a costa de la pobreza de muchos. Como diría Joan Manuel Serrat, “entre esos tipos y yo hay algo personal”.
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