La pandemia puso en evidencia muchos problemas que estaban ocultos: esencialmente, la vulnerabilidad económica, sanitaria y alimentaria de una parte importante de los argentinos. También, la vileza de algunos que aprovechan este dramático momento para acrecentar su patrimonio monetario y político. Mientras el porcentaje de indigentes crece, unos pocos llenan sus arcas de manera inadmisible. La organización internacional Oxfam, a partir del listado de los más ricos de la revista Forbes, informó en estos días que los multimillonarios de Latinoamérica incrementaron sus fortunas en 48200 millones de dólares desde marzo hasta julio. Mientras muchos pierden lo necesario para subsistir por la recesión, una minoría impune obtiene una ganancia del 17 por ciento sin producir nada. Un puñado de ricachones que acumula cifras que no se obtienen con el trabajo honesto, paciente y sacrificado. Montañas de dinero que sobran para que su descendencia viva de lujo durante muchas vidas. Pero lo peor de todo esto es que esos individuos súper millonarios son los que más se lamentan por el daño económico de la cuarentena, los que más presionan para normalizar las actividades, los que más se resisten a pagar impuestos, los que más reproducen su dinero con prácticas especulativas.
Si la actividad productiva a nivel global está ralentizada por el coronavirus, si el comercio funciona a media máquina, ¿cómo puede ser que unos pocos sigan ganando a paladas? Desde hace mucho tiempo, el capitalismo encontró la vuelta para generar ganancias sin producir nada; el sistema financiero garantiza la reproducción del dinero sin riesgos. Paraísos fiscales, empresas fantasmas, accionistas invisibles, dueños inhallables, traslado de capitales de un lugar a otro a la velocidad de la luz, sin bolsos ni valijas, fortunas escondidas, no en bóvedas patagónicas sino en guaridas fiscales paradisíacas cuyos dueños están escondidos detrás de nombres de fantasía. El capitalismo mutó en los ochenta hacia una distorsión de sus principios: de la producción de bienes colectivos y materiales hacia la generación de beneficios individuales con mercancías inexistentes.
Las fábricas de antaño se han
transformado en timbas. En nuestro país,
los grandes empresarios producen menos que antes y ganan mucho más,
dejando un tendal de desocupados o explotados que confirman una ley de fuego: si
hay muchos que tienen cada vez menos es porque unos pocos tienen cada vez más.
El derrame al revés: en lugar de gotear desde la punta de la pirámide hacia la
base, absorbe torrentes desde la base hacia la punta. El discurso
hegemónico nos ha convencido de que ésta es una ley natural, que siempre
ha habido pobres porque no se esfuerzan lo suficiente, porque son vagos o no
les da la cabeza para volverse ricos; que la propiedad privada es un
privilegio y no un derecho; que cualquier modificación de este estatus quo es
una postura ideológica y no de “sentido común”; que quien quiera reformar el mandato divino de la desigualdad
incrementa la grieta, divide a los argentinos, es comunista o busca
estatizar hasta el quiosquito de la esquina.
Ahora, el gobierno nacional impulsa una reforma del sistema judicial para que sea más dinámico, más legal, más consustanciado con los intereses de la mayoría que con los beneficios de una minoría. El establishment vernáculo está como loco porque ve en esto la posibilidad de perder a sus aristocráticos aliados: los jueces federales. Este camino reformista será tortuoso, tendrá muchas trabas y hasta algunos retrocesos. Si no nos compenetramos en este asunto, sólo será un maquillaje: hay un trecho muy largo entre modificar el sistema judicial hasta lograr una Justicia que nos abrace a todos.