Los Médicos por la Verdad lograron cierta visibilidad, aunque no de la mejor manera. Algunos medios de comunicación cedieron con reparos sus micrófonos para que algunos de sus exponentes difundan sus razones, que se contraponen a las admitidas en todas las latitudes. Ellos piden debate, pero es difícil debatir con un grupo que, de entrada, se erige como portador de la Verdad. La ciencia médica no es verdadera, sino probabilística y busca su razón en la evidencia numérica. Sus conclusiones son temporales y pueden ser desechadas cuando se alcanzan conclusiones más contundentes. No hay verdad, sino certeza que se construye en laboratorios y foros y no en plazas y calles. Los tratamientos médicos no se plebiscitan entre los que no sabemos nada de medicina. Si estos negacionistas de alcance internacional apelan a estos métodos para ser escuchados es porque no tienen cabida en los ámbitos de la ciencia.
Pero este apunte no estará dedicado a brindar argumentos
científicos para desconfiar de este grupo tan disruptivo. Que su ideario esté
absolutamente en contra de las
recomendaciones de la medicina oficial emanadas
desde la OMS y los ámbitos académicos ya genera sospechas. Desde hace mucho
tiempo existen alternativas
homeopáticas, naturistas, chamánicas y hasta mentalistas para tratar algunas
dolencias a contramano del negociado
medicamentoso que domina los consultorios. Cuestionar la concepción de la salud como mercancía de los laboratorios
multinacionales siempre es bienvenido porque significa transformar uno de los tantos derechos que no deberían
estar en manos del Capital. Y eso es siempre saludable, valga el juego de
palabras. La ruptura con el capitalismo es una aspiración de muchos porque significa la construcción de una sociedad
más justa.
Esta propuesta antisistémica es el mejor sueño cuando proviene de la
izquierda; si se genera en la peor derecha, se convierte en pesadilla. Además de la negación para imponer una verdad absoluta, muchos
integrantes de este grupo adhieren al
ideario neonazi y eso da escalofríos. Nada bueno puede provenir de gente
así y que se sumen a esta movida es un
buen motivo para descartarla. Pero la derecha ha logrado convertir la anti política en una virtud
y esconde sus intereses detrás de lemas
que portan buenas intenciones. La pretensión de ser escuchados para encarar
un debate es su pose más sobresaliente. Ahora, ¿qué debate se puede afrontar con posiciones diametralmente opuestas?
¿A qué consenso se puede llegar con los que consideran perjudicial el uso de barbijo, cuestionan la eficacia de
las vacunas, desechan las restricciones y hasta
niegan el virus? ¿Qué punto medio puede existir entre los que consideran medicina el dióxido de cloro y los que no?
Los que se dicen portadores de la verdad, más que abrir el diálogo, deberían disputar el poder para imponer
sus propias conclusiones.
Por
eso no hay que mirarlos con inocencia. Detrás de sus manifestaciones
hay mucho más que una preocupación
sanitaria. En sus convocatorias confluyen
más descontentos que convicciones y
saberes: están los hartos de las restricciones y los que buscan cualquier excusa para manifestar su oposición. Y,
sobre todo, sus actos son provocaciones en las que esperan ser dispersados,
reprimidos y hasta detenidos. Ese es su mayor éxito: que se los vea más como víctimas que como funcionales a las malas
intenciones de los destituyentes que siempre
están conspirando para que estemos cada vez peor.