A pesar de las diatribas de los
agoreros, el gobierno nacional está timoneando
bastante bien la crisis provocada por la pandemia, sobre todo con el
ingreso de vacunas, el plan de vacunación y los vaivenes de las restricciones.
Que más de un veinte por ciento de la
población haya recibido al menos una dosis va en contra de lo que vociferan
los opositores mediáticos y políticos con la insostenible frase “no hay vacunas”. Y si tenemos en cuenta
que los menores de 18 años no están incluidos y la vacunación es voluntaria, el porcentaje es aún mayor. En lo
sanitario, las medidas van en sintonía
con las que se tomaron en la mayoría de los países y si los contagios
crecen y la ocupación de camas críticas roza el colapso es, en gran parte, por el boicot y la irresponsabilidad de algunos
individuos que se niegan a ser ciudadanos.
Claro que las restricciones
pueden resultar molestas pero de ninguna manera se deben interpretar como un
atentado contra la libertad, como
esputan algunos impresentables. Y además de molestas, también afectan los ingresos de gran parte de
la población, tanto trabajadores formales como informales. Pero eso no sólo es
por la pandemia; el reparto de la torta está tan desequilibrado que el salario de la mayoría no alcanza para cubrir
la canasta básica de alimentos. Mientras cuatro de cada diez hogares recurren a comedores comunitarios, las
principales empresas de alimentos han tenido ganancias extraordinarias. Y no
por un incremento de las ventas, precisamente, sino porque la angurria desmedida de unos pocos eleva los precios a niveles
inhumanos.
A esta altura de las cosas sería
por demás de ingenuo pedir solidaridad a
Ledesma, la empresa de la familia Blaquier, que en el primer trimestre
obtuvo una ganancia de 1239 millones de pesos, 216 por ciento más que el mismo período del año pasado; o a Molinos
Río de la Plata, de Pérez Companc, que ganó 1180 millones de pesos, a
diferencia del año pasado que padeció una pérdida de 162 millones;
ni a Luis Pagani, de Arcor, que informó 3857 millones de pesos de ganancia, un incremento de 469 por ciento respecto a
2020. Lo que ellos ganan de más vía aumento de precios, la mayoría lo pierde en poder adquisitivo.
La redistribución del ingreso debe significar una disminución de las ganancias de estos succionadores seriales. De
nada sirve un acuerdo de precios si no se sabe cómo está compuesto cada precio. Para revertir este “derrame de miseria” hay que abandonar la prudencia y la corrección
y encarar una puja distributiva, que no
es otra cosa más que la lucha de clases. La solidaridad no significa nada
para los que se la llevan siempre en pala y consideran el salario como una caridad para los que –según ellos- merecen
un poco más que una propina.
Por eso es auspicioso que Alberto
Fernández haya decidido suspender por 30 días la exportación de carnes, como una forma de disciplinar a un sector que se
cree dueño de todo. Una medida oportuna pero no suficiente; una iniciativa para que el Estado tome protagonismo en la mesa de los
argentinos, no sólo con ayudas económicas, mercados comunitarios y ofertas
temporarias. De una vez por todas, el Estado tiene que exigir a las empresas
que revelen por qué ponen los precios
que ponen y qué porcentaje se lleva cada participante de la cadena de
comercialización. En cierta manera, es un primer paso para que no sea el Mercado quien rija nuestras vidas
en función de sus apetencias, sino el Estado con la mira puesta en la
dignidad de todos los habitantes de este promisorio país.
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