El
jueves, la reforma judicial tuvo media sanción en el Senado y, a pesar de que no
propone nada revolucionario, algunos retrógrados
reaccionaron como si lo hiciera. Claro, el Poder Real no permite siquiera
ser rozado. Los cambiemitas –que no quieren cambiar nada- fieles
representantes del establishment, repiten los prejuicios mediáticos y se niegan
a dialogar con la excusa del consenso. Si no dialogan, ¿cómo van a construir
consenso? Lo que pasa es que esas palabras han sido apropiadas por el
discurso dominante y, como siempre, terminan tergiversadas. Cuando los
poderosos dialogan sólo dictan órdenes y el consenso que buscan es la
obediencia. A eso se han acostumbrado, a mandar y ser obedecidos.
Ésta es la principal reforma que debemos afrontar si queremos garantizar
un país más equitativo.
El
episodio Duhalde puede ser un buen punto de partida para clarificar un poco. La
amenaza presentada ahora como advertencia –o viceversa- contiene un dejo
de ingenuidad. El temor a un golpe militar ya no tiene sustento en nuestro
presente porque los militares no son necesarios para condicionar la
democracia. Las corporaciones no “golpean
la puerta de los cuarteles”, como hicieron hasta 1976 porque las armas
que tienen son mucho más efectivas: los medios de comunicación y el sistema
financiero bastan y sobran para desalentar transformaciones profundas del
statu quo. Ese poder de fuego lo tienen intacto porque sólo fueron
condenados militares y civiles que ejecutaron secuestros, torturas y
desapariciones. Los instigadores y beneficiarios del terror siguen impunes.
El brote psicótico del ex presidente de
prepo Eduardo Duhalde apuntó a los militares, no a los civiles que aún
continúan conspirando para que este gobierno termine cuanto antes o no
pueda concretar las transformaciones necesarias.
Al final, Duhalde puso la cabeza en vano. O
denunció a los que no debía haber denunciado. Si ya sabemos quiénes son los
antidemocráticos, los destituyentes. Detrás de los peleles mediáticos que
anticipan un “que se vayan todos” con
guerra civil incluida, se esconden los principales empresarios que no
pueden contener su angurria y como tienen cola
de paja, presienten que algún día deberán pagar por el daño que han
hecho durante décadas, evadiendo, especulando, complotando, fugando,
explotando, estafando. Y por el que siguen haciendo. Ni sus emisarios
mediáticos obtienen un freno –o al menos una reprimenda- a su libertinaje
manipulador y dañino. Nadie paga las consecuencias de tanta irresponsabilidad
comunicacional. Los titulares ya ni se acercan a los hechos, los
editoriales son cuentos fabulosos y la vergüenza ni se asoma cuando una
conductora televisiva genera una muerte por tomar dióxido de cloro en cámara.
Esta debería ser la principal
reforma que debemos afrontar: la discursiva.
Que la mentira, el menosprecio, la blasfemia, el odio, la calumnia no tengan
lugar en los mensajes que circulan en los medios porque construyen un
sentido común mediocre y destructivo. Castigar a los que alimentan la
opinión pública con ingredientes tan indigestos no es antidemocrático, sino
todo lo contrario. La libertad de expresión sin responsabilidad significa la
opresión del público cautivo. De eso también se han apropiado los
poderosos.