sábado, 29 de agosto de 2020

Una metamorfosis necesaria

 

El jueves, la reforma judicial tuvo media sanción en el Senado y, a pesar de que no propone nada revolucionario, algunos retrógrados reaccionaron como si lo hiciera. Claro, el Poder Real no permite siquiera ser rozado. Los cambiemitas –que no quieren cambiar nada- fieles representantes del establishment, repiten los prejuicios mediáticos y se niegan a dialogar con la excusa del consenso. Si no dialogan, ¿cómo van a construir consenso? Lo que pasa es que esas palabras han sido apropiadas por el discurso dominante y, como siempre, terminan tergiversadas. Cuando los poderosos dialogan sólo dictan órdenes y el consenso que buscan es la obediencia. A eso se han acostumbrado, a mandar y ser obedecidos. Ésta es la principal reforma que debemos afrontar si queremos garantizar un país más equitativo.

El episodio Duhalde puede ser un buen punto de partida para clarificar un poco. La amenaza presentada ahora como advertencia –o viceversa- contiene un dejo de ingenuidad. El temor a un golpe militar ya no tiene sustento en nuestro presente porque los militares no son necesarios para condicionar la democracia. Las corporaciones no “golpean la puerta de los cuarteles”, como hicieron hasta 1976 porque las armas que tienen son mucho más efectivas: los medios de comunicación y el sistema financiero bastan y sobran para desalentar transformaciones profundas del statu quo. Ese poder de fuego lo tienen intacto porque sólo fueron condenados militares y civiles que ejecutaron secuestros, torturas y desapariciones. Los instigadores y beneficiarios del terror siguen impunes. El brote psicótico del ex presidente de prepo Eduardo Duhalde apuntó a los militares, no a los civiles que aún continúan conspirando para que este gobierno termine cuanto antes o no pueda concretar las transformaciones necesarias.

 Al final, Duhalde puso la cabeza en vano. O denunció a los que no debía haber denunciado. Si ya sabemos quiénes son los antidemocráticos, los destituyentes. Detrás de los peleles mediáticos que anticipan un “que se vayan todos” con guerra civil incluida, se esconden los principales empresarios que no pueden contener su angurria y como tienen cola de paja, presienten que algún día deberán pagar por el daño que han hecho durante décadas, evadiendo, especulando, complotando, fugando, explotando, estafando. Y por el que siguen haciendo. Ni sus emisarios mediáticos obtienen un freno –o al menos una reprimenda- a su libertinaje manipulador y dañino. Nadie paga las consecuencias de tanta irresponsabilidad comunicacional. Los titulares ya ni se acercan a los hechos, los editoriales son cuentos fabulosos y la vergüenza ni se asoma cuando una conductora televisiva genera una muerte por tomar dióxido de cloro en cámara.

Esta debería ser la principal reforma que debemos afrontar: la discursiva. Que la mentira, el menosprecio, la blasfemia, el odio, la calumnia no tengan lugar en los mensajes que circulan en los medios porque construyen un sentido común mediocre y destructivo. Castigar a los que alimentan la opinión pública con ingredientes tan indigestos no es antidemocrático, sino todo lo contrario. La libertad de expresión sin responsabilidad significa la opresión del público cautivo. De eso también se han apropiado los poderosos.

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