viernes, 10 de junio de 2022

Obscenidad de los angurrientos

 


La incontinencia verbal de los miembros del establishment y sus apologistas inspira declaraciones insostenibles y hasta groseras. Algunos pensaron que el egoísmo había llegado a su climax con la confesión de Carlos Rosenkrantz en Chile, pero no. Los representantes de la minoría privilegiada no temen al ridículo. Como el Supremo que entró por decreto negó la transformación de las necesidades en derechos, los exponentes de la derecha más dura se sienten habilitados para ir por mucho más, lo que significa mucho menos para la mayoría.

Mentira que no hay recursos para cubrir todas las necesidades de los argentinos. La avaricia de un puñado hace injusta la distribución. En la fiestita por los 20 años de AEA –que nuclea a los empresarios más importantes- se materializó esa pulsión angurrienta de sus participantes. El gerente de la entidad, Jaime Campos pidió que “las cuentas públicas estén medianamente ordenadas”, pero nada dijo de las privadas, que nunca se exhiben en público. Para congraciarse con el auditorio, se sumó al coro de los que responsabilizan al déficit como “causa central de la inflación”. Pero no mucho tiempo después, Federico Braum, titular de los supermercados La Anónima, se encargó de la desmentida de ese lugar común al reconocer, entre risas contagiosas, que ante la inflación “remarca precios todos los días”. Los balances de la compañía muestran el resultado de tan malsana treta: una ganancia superior al 140 por ciento de un año a otro.

Y no es el único, por supuesto. Arcor, Clarín, Techint y unas cuantas más acumulan cifras semejantes mientras hablan de la inflación como si fuera un fenómeno meteorológico que los afecta tanto como a los cada vez más empobrecidos consumidores. Y encima lloran como heroínas de culebrón cuando recuerdan los inexistentes “160 impuestos” que deben pagar. Hasta justifican la evasión ante tanto despojo de sus incontables riquezas. Como si fueran víctimas, se oponen con vehemencia a cualquier incremento a los tributos y suplican por una reducción de los costos laborales. Impunes en su angurria, apelan al lugar común de que las cosas aumentan porque “le dan a la maquinita” –con un movimiento circular de una mano- como si tuvieran contabilizada la cantidad de billetes que circulan por todo el país.

Si están envalentonados es porque sus representantes políticos convierten en propuestas sus apetencias. La impresentable Patricia Bullrich difundió sus amenazas si llega a ser electa como presidenta, porque “no le va a temblar la mano” para precarizar el empleo, disminuir jubilaciones, reprimir las protestas y, por supuesto, bajar los impuestos a los más ricos. Como siempre, valiente con los débiles y sumisa ante los poderosos.

Sin embargo, a pesar de tanta pavada convertida en Sentido Común gracias a la colonización discursiva, en los últimos cinco años los trabajadores aportaron 7,6 billones de pesos a las arcas de los empresarios. Más de un 20 por ciento del poder adquisitivo engrosa las ganancias de los que no tienen necesidades. No faltan los recursos, sobra la avaricia. El Estado en manos de un gobierno que se dice nacional y popular es el que debe forzar una distribución más justa del ingreso y domesticar a las fieras insaciables que siempre pugnan por engullir cada vez más.

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