Sin demasiado esfuerzo
investigativo, se puede afirmar que Lodenisman
es el resultado de una manipulación
perfecta, no sólo mediática sino también política y judicial. Convertir un
suicidio evidente en un homicidio seguro con
la imposición de una sentencia improbable es un éxito indiscutible. Lograr
que los prejuicios de una parte de la sociedad se concentren en una fantasía cada vez más compleja y lejana a la racionalidad
merece un premio internacional. Grabar a fuego en la memoria colectiva que
Cristina mató a Nisman por su denuncia del Memorándum con Irán es un triunfo de la parafernalia mediática
hegemónica que dañará por mucho tiempo el escenario político argentino. Que
muchos individuos incorporen a su ideario esta convicción errónea para sus
decisiones civiles es una renuncia a la construcción de un ciudadano
responsable. Pero más grave que tomar como veraz una mentira es dejar lugar a una sospecha perpetua que
cercena todo tránsito a la verdad.
La frase “nunca se sabrá” es la
conclusión que susurra el interlocutor dudoso, después de escuchar un listado de datos que confirmaría el
suicidio. Que los peritos de la Corte Suprema de Justicia descarten la
participación de otra persona más que Nisman en su muerte no incide para nada en la eliminación del recelo. La escena
encontrada en el baño, más que confirmar el suicidio, alimenta las más estrambóticas tramas de novela policial. ¿Cómo
hicieron los supuestos asesinos para disparar sobre el fiscal sin interrumpir la trayectoria de la sangre
que salpicó todo el recinto? ¿Cómo salieron del baño dejando el cuerpo obstruyendo la puerta sin señales de
arrastre? ¿Habrán escapado por el
resumidero después de transformarse en cucarachas gracias a una pócima
secreta? ¿Habrán usado calzado anti gravedad para no dejar una sola pisada?
¿Cómo hicieron para inyectar los 245
gramos de ketamina necesarios para dormir a una persona sin dejar los rastros propios de una aguja y sin que sean detectados
por el equipo de toxicología de la Corte? Y todo esto en un departamento cerrado por dentro, sin el desorden propio de una
escena de violencia y cámaras de seguridad que no registraron nada extraño. Preguntas que reciben un sacudón de hombros
de los suspicaces y una sonrisa incómoda de los convencidos. Ni los más
audaces directores de Hollywood se
atreven a crear un equipo criminal tan eficaz a la hora de simular
suicidios fílmicos.
Encima, muchos actores de esta
tragicomedia no hacen más que
desparramar estiércol para que el ambiente se torne más hediondo. Como los
miembros de la Corte Suprema que, en estos días, emitieron un comunicado en el
que parecen desentenderse de las
pericias realizadas por sus expertos. Un gesto innecesario para el Máximo
Tribunal que debe mantener distancia de
las investigaciones ordenadas por un fiscal y un juez de instrucción hasta
que el caso llegue a una instancia en la que deban intervenir. Sin llegar al
ridículo de Carrió, que vociferó la
culpabilidad del gobierno K en la muerte del fiscal, los Supremos realizaron
su aporte para alimentar una confusión
funcional a la campaña.
Voluntarios
para la mentira
Para superar estos pasos
vergonzosos y bajo espectaculares luminarias,
aparecen en escena los peritos de Gendarmería,
encargados de demostrar que a Nisman lo mataron. Como no pueden, inventan. Como no estuvieron en la escena del
hecho, dan rienda suelta a una
imaginación novelesca. Como no vieron el cadáver, agregan heridas
inexistentes, inyectan sustancias anestésicas y desplazan el orificio que produjo la bala. Como no tienen rigor
científico, permiten que aflore la
inspiración literaria para utilizar la expresión poco jurídica “asesinato a sangre fría”. Como el
establishment gobernante necesita erradicar la idea del suicidio para horadar
la imagen de Cristina, pueblan el
pequeño baño de homicidas despiadados y obsesivos que no dejan ninguna
huella. Todo sin pruebas, cargado de
falacias y con el solo objetivo de engañar
a la opinión pública.
Que este mamotreto de casi 500
páginas se incorpore a la causa judicial indica lo malogradas que están las
instituciones. Que la resolución de un caso policial tan evidente se estire
como un chicle por exigencia del Poder Real sugiere que, si no
reaccionamos, pronto estaremos perdidos.
Que expertos de Gendarmería sin
experiencia en estas lides apuesten su cabeza para fomentar embustes muestra la impunidad que reina en este
oscuro presente. Impunidad todo terreno y multidireccional.
Claro que esto no sería posible
sin la existencia de un público
dispuesto a creer en Todo, a abrazar como verdad lo que ya se ha demostrado que es mentira, a
dejar que las dudas infundadas desorienten su razón. Algunos encontrarán en
esta renuncia a la autonomía intelectual las
excusas necesarias para rechazar una fuerza política; otros verán este caso
como un alimento para esa irrenunciable
desconfianza hacia La Política con que disfrazan su indiferencia; otros
advertirán los absurdos pero eluden
cualquier posición que los identifique con los
despreciados K; otros sentirán pudor al reconocer que han sido embaucados de manera tan grosera.
Estas variantes de creyentes
incondicionales no se limitan a Lodenisman.
La credulidad informativa está abierta a
toda operación con formato periodístico que provenga de los medios que bombardean el entendimiento. No hay
argumentos, pruebas, datos, testimonios, audios, videos que los aparten del entramado de fábulas
que consumen a diario. Ni los actos más crueles y miserables cometidos por los
ceócratas hacen estallar la burbuja del
Cambio que los aísla. Ni se asombran de la cantidad de hechos que ignoran
por depositar su confianza en la
realidad paralela que se construye desde esas usinas hegemónicas. Ni se
asquean por las horrorosas ideas que despiertan las frases odiadoras que los dirigentes amarillos expelen en cada
aparición ni se sorprenden por las atrocidades que consienten. Hasta culpan
a Santiago Maldonado por su propia desaparición, colman las redes con bromas
de gusto pésimo y claman por la
aniquilación de los mapuches que, en tiempos de Cristina, consideraban
héroes. Y se abrazan a la estupidez de desatender sus reclamos porque son chilenos, sin advertir que Benetton,
Lewis y demás terratenientes expansivos son menos criollos que el chessecake.
Aunque el Gran Equipo está
destruyendo el país, los globoadictos se envalentonan con frases como “hacemos lo que hay que hacer”, que justifica ajustes bestiales, renuncias
recaudatorias, reformas retrógradas, endeudamiento atroz y represión salvaje.
Esta semana, el padre Eduardo de la Serna, de Curas en Opción por los Pobres,
manifestó que avalar este modelo en las
urnas “es un pecado”. O crimen, estupidez, error, tozudez… cualquier
cosa menos una decisión racional
comprometida con el buen destino del país.
mil gracias Gustavo, comparto-abrazos
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