Las mentiras y operaciones
periodísticas sólo tienen un objetivo: distraer
la atención del público para favorecer al mismo sector político. Antes eran
opositoras y ahora son oficialistas. En el pasado, buscaban horadar la
legitimidad de CFK y en el presente,
proteger esta infame ceocracia. Como el gobierno de Macri es improtegible, los contenidos mediáticos
siguen poblando pantallas, parlantes y letras de molde con un anti cristinismo de parodia. Sin pausa, arrojan a la opinión
pública los más inverosímiles embustes en una cascada difícil de contener. Sin
rubor, convierten infartos y suicidios en
crímenes políticos y yerros de gestión en pesada
herencia. Sin pudor,
silencian las desmentidas mientras lucubran nuevas fábulas. Y todo sin condena,
no de la Justicia, que en gran parte es cómplice, sino del público cautivo, que termina como secuaz de su propia
desinformación.
El consumidor de estos libelos se abraza a las patrañas a pesar de las
innumerables refutaciones. Si en su momento asimilaron la muerte del
financista Aldo Ducler como un audaz
homicidio cometido por los K, la ausencia de delito dictaminada por el juez
en lo criminal Osvaldo Rappa no
erradicará sus prejuicios. Los K son capaces
de cualquier cosa y si no se demuestra con este caso, ya aparecerá uno que
confirme esa sentencia. Los K son
culpables de todo aunque no haya pruebas de nada. Así fueron modelados por
la hegemonía discursiva, para desconfiar
de todos los que quieran alterar lo establecido por los poderosos. Si un
gobierno popular asiste a los más vulnerables, está alimentando vagos; si un modelo neoliberal mantiene esos
planes y los incrementa, está
combatiendo la pobreza. Si un gobierno popular construye viviendas
sociales, hace demagogia; si lo hace
un gobierno del establishment, busca
solucionar el problema habitacional. Si un gobierno popular modifica los
planes de estudio, pretende adoctrinar a
los adolescentes; si una gerencia como la actual ofrenda a los estudiantes
como esclavos disfrazados de pasantes, está construyendo futuro. Los gobiernos
populares son corruptos y mentirosos aunque sus integrantes tengan todos sus bienes declarados, a
diferencia de los gobiernos neoliberales, compuestos por honrados ciudadanos de patrimonio
incontable y cuentas secretas en todos los paraísos del planeta.
Este entramado de preceptos
ilógicos se sostiene a pesar de las
evidencias y los resultados, del deterioro y el malestar creciente. Si el
país desendeudado de diciembre de 2015 muta al país empeñado de hoy para estar mucho peor que antes o la inflación
convierte una recorrida por las góndolas en un laberinto del terror; si la
inoperancia de los funcionarios es notoria o sus decisiones tienden a perjudicar a la mayoría; si las promesas no se cumplen a conciencia
o se postergan al infinito; si hasta las mascotas advierten el cinismo, la
hipocresía y el desprecio que brotan de las bocas oficialistas, nada hará doblegar las insostenibles
convicciones enquistadas en la in-conciencia de los cautivos.
Lo
que hay que hacer
Las frases publicitarias con
que los PRO justifican sus perniciosas acciones parecen suficientes para el
convencido, a pesar de que no tengan ni
pies ni cabeza. Que todo se soluciona con diálogo, aunque éste se convoque cuando ya todo está decidido;
que hay que unir al país, aunque
alienten el escarnio hacia los que se oponen; que están garantizando el
progreso, aunque estén primarizando la
economía; que están generando empleo, aunque
la desocupación es creciente. Todos
juntos, en equipo pero sin los que
detestan. “Hacemos lo que hay que
hacer”, aunque eso signifique empobrecer
a los más pobres para enriquecer a los más ricos, con una desigualdad que
se ha incrementado un 20 por ciento,
de acuerdo al INDEC; aunque conlleve congraciarse con el Primer Mundo que aplaude el abandono de todo principio
soberano.
Aumentar las tarifas de los
servicios públicos hasta hacerlas impagables o dejar el precio de los combustibles en manos del ambicioso mercado
es “lo que hay que hacer”. Inducir al
juez Otranto a desviar las sospechas sobre Gendarmería es, “en términos políticos lo que
teníamos que hacer”, según
confesó el director de Violencia Institucional y Delitos de Interés Federal del
ministerio de Seguridad, Daniel Barberis ante
un grupo de agentes diez días después de la desaparición forzada de Santiago
Maldonado. “Hacemos lo que hay que
hacer”, dicen los Amarillos, aunque eso sea arrasar el país con una topadora y dejar desamparados a millones de
argentinos.
Lo
que hay que hacer es demonizar al otro, pisotear las
instituciones y poner nuestra riqueza en manos de la angurria internacional. Lo que hay que hacer es abaratar el salario,
aunque la CIDH cite al Gobierno para que explique “la avanzada oficial sobre los derechos
de los trabajadores”. Lo que hay
que hacer es reprimir a los que se resisten, aunque los excesos provoquen que la Asociación
Americana de Juristas denuncie al Estado
argentino por negar la detención forzada de Santiago. Lo que hay que hacer es asfixiar a los medios opositores o mandar lingotes
de oro a Londres. Lo que hay que hacer
es deslegitimar las únicas pericias
en el departamento y el cuerpo de Nisman porque confirman el suicidio para enaltecer la fantochada de los ‘peritos’ de Gendarmería, que inventaron datos para forzar la
hipótesis de homicidio.
Lo
que hay que hacer puede significar cualquier cosa, menos mejorar nuestra vida. De esto hay
sobradas muestras y no hay que escarbar demasiado. El futuro no es el final feliz
que recitan los ceócratas, sino el presente angustiante que están construyendo.
Por este camino vamos al peor de los lugares y son muchos los que lo advierten: industriales, comerciantes,
empleados, sacerdotes, economistas y algunos sindicalistas comprometidos con
sus representados. Lástima que algunos
no escuchen las advertencias porque están muy entretenidos con los
culebrones e historietas que consumen como información.
gracias estimado gustavo-comparto-besos
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