Las buenas intenciones no bastan para transformar un país. Menos aún el exceso de confianza hacia los que nos saquean desde siempre. Lo que más molesta es el doble discurso: eso de mostrarse enojado ante el público y después menear el rabo ante los poderosos para evitar el conflicto hace mucho daño. Tanto, que se desdibuja el entusiasmo inicial que despertó el gobierno de Alberto Fernández. Si en una entrevista amenaza con medidas extremas para los agrogarcas especuladores, evasores, contrabandistas y fugadores y a los pocos días manifiesta confianza en la "buena voluntad" de esos mismos tránsfugas, el doble discurso está a la vista. Y lo peor: eso de que los empresarios formadores de precios aplaudan al ministro de Economía Martín Guzman da un poco de miedo.
Ya se ha dicho muchas veces en estos apuntes, pero la reiteración es necesaria para comprender por qué duele tanto ese doble discurso: la inflación no es un fenómeno meteorológico ni el resultado adverso de tecnicismos mal aplicados. El aumento de los precios -sobre todo de los alimentos- es un crimen cometido a la luz del día por criminales que gozan de inexplicable respeto en esta desorientada sociedad. De tanto respeto, que hasta tienen la osadía de mostrarse como víctimas del hado aumentador.
Mientras el INDEC dice que la inflación es del 4 por ciento, las góndolas declaman incrementos mayores. Las excusas son muchas pero el resultado es el mismo: el poder adquisitivo del salario se acerca cada vez más al suelo. Y, encima, los que más protestan son los que se la llevan en pala mecánica. No sólo protestan; también lloran como heroínas de melodrama mientras sus fortunas crecen de manera descomunal con el empobrecimiento del resto.
Y del lado progresista de la política argentina se suplica por una tregua; se les implora que no aumenten por un tiempo; y hasta mendigan dádivas para que los que menos tienen no la pasen tan mal. Tanta cortesía pone en evidencia que el poder está en manos de los que nunca se presentan a elecciones pero se la pasan ganando. En lugar de conmoverse por la humildad de las autoridades democráticas, se burlan de manera despiadada de tantas muestras de debilidad. Hasta reciben con beneplácito la justificación de los exorbitantes porcentajes con que adornan los productos con que nos saquean los bolsillos. En el rubro alimentación, se toma con naturalidad que cada actor de la cadena de comercialización gane más del 40 por ciento. Una cifra inaceptable en otros países, pero acá parece no asombrar a nadie.
El informe mensual del INDEC sobre el incremento de precios promedia el 4 por ciento para enero, aunque algunos rubros superaron ampliamente esa cifra. El de los servicios de comunicación se ubica en torno al 15 por ciento, a pesar del decreto que prohíbe semejantes aumentos. Aunque indigne, estas empresas monopólicas hacen lo que quieren, total, saben que nada les pasará: conservan intacto su poder de fuego y están convencidos de que seguirán burlando las disposiciones gubernamentales. Con sus patrañas mediáticas conducen con facilidad el estado de ánimo de una parte de la población y tienen la capacidad y la intención de seguir sumando descontento. Y se burlan: el presidente intenta dictar cátedra mientras los peores de la clase siguen haciendo barullo.
Ante tanta prepotencia empresarial, el Covid ya no puede usarse como herramienta para construir consenso. Esos multimillonarios insaciables se niegan a admitir que hay un mundo detrás de sus cofres rebosantes de tesoros. Y, por tanto, no se conmueven con nada. La pandemia nos asolará hasta que se complete la vacunación, pero esa minoría super enriquecida nos seguirá esquilmando por siempre si no le ponemos freno a su desmedida angurria. Gobernantes y funcionarios no deben ser relatores de la realidad, sino sus transformadores, se enoje quien se enoje. Para eso los votamos y sólo por eso pasarán a la historia.
Adhiero a todo lo expresado
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