La oposición mediática y política es tan predecible y berreta que sorprende que aún tengan cierta incidencia dañina en la sociedad. La magnificación de falacias y el ocultamiento de verdades es tan obscena que ni los propios emisores la soportan. La sobreactuación ante las cámaras de cambiemitas y comunicadores apologistas, las delirantes teorías conspirativas que se tejen en los titulares y el énfasis que despliegan para las críticas –a veces infundadas y algunas con cierto apoyo en hechos- convierten el trabajo periodístico de los medios hegemónicos en un decadente camino hacia la peor parodia.
Si antes se escandalizaban porque
–de acuerdo a testigos condenados por mentir- el juez Casanello visitó una vez
a Cristina en Olivos, ahora toman con
naturalidad que muchos jueces y fiscales hayan convertido La Rosada y la
Quinta Presidencial en un lugar de
tertulias, deportes y armado de causas contra Cristina y otros ex funcionarios.
Y esto fundamentado en los registros de ingreso y egreso de esos edificios. Tan
desconcertados están que tratan de
desarmar este desaguisado con la foto de Martín Guzman jugando al paddle con el
presidente, cuando no hay posibilidad de comparar una cosa con otra. Así
son de primitivos, pues todavía
explotan el vacunatorio VIP –veinte adelantados en la fila- que eyectó a Ginés
González García pero guardan silencio ante las
vacunas que un intendente amarillo arruinó por desconectar las heladeras o las 900 dosis que el ministro de Salud de
Corrientes llevaba en su camioneta con destino incierto.
Y si tomamos las zonceras con que
tratan de argumentar su indignación, podríamos confeccionar una enciclopedia de cien tomos con frases desopilantes.
Los ejemplos abundan con sólo poner diez minutos de cualquiera de sus
productos. Tarea insana, si las hay.
Además, el manipulado entendimiento de los espectadores cautivos es un amasijo de contradicciones y falsos
lemas: en poco tiempo deben asimilar que el virus no existe, que la
vacuna es veneno, que en el resto
del mundo no pasa nada, que atentan
contra la libertad y miles de pamplinas que sólo buscan generar malestar y desesperanza. Con el verso de una
garantía constitucional –la Libertad de Expresión- estos peleles con cara de
enojados –para simular seriedad- alteran
la vida democrática para diseñar un país al servicio de una minoría angurrienta.
Los titulares se regocijan ante el aumento de la pobreza
pero al día siguiente o en la misma tapa salen
en defensa de los depredadores si el oficialismo plantea alguna medida para
atenuar la desigualdad. Con mucha vehemencia rechazan la intervención del
Estado a la hora de controlar los
precios internos, el comercio exterior, la evasión pero la exigen cuando
las ganancias de los grandes empresarios disminuyen
una milésima. Para esta minoría de multimillonarios inescrupulosos el Estado debe estar para garantizar sus
negocios a costa de succionar el bienestar de la mayoría.
Encima, el oficialismo es tan
errático, tímido y, a veces contradictorio que parece no tener convicciones. El positivo de Alberto –algo previsto
a pesar de la vacuna- alimenta más el desconcierto porque brinda un argumento para el desaliento que el Poder Real tanto explota.
La vacuna no sirve será la canción
que, en coro, entonarán en estos días los
mediáticos serviles al establishment. Por más que miles de expertos
expliquen que la vacuna no nos hace
invulnerables sino que nos da más herramientas para enfrentar al virus, nos
toparemos en las calles con algunos transeúntes que repitan la letanía. En esto
hay un poco –por no decir bastante- responsabilidad de la comunicación
oficialista: la idea de que tenemos que seguir
cuidándonos hasta que llegue la vacuna induce a pensar que, una vez
inoculada permite que vayamos por la
vida lengüeteando picaportes o abrazándonos con quien nos topemos.
La potencia embrutecedora de las
propaladoras de estiércol –los medios hegemónicos- es descomunal pero no inexpugnable. Para mitigarla existen algunos
mecanismos legales que deberían
aplicarse en el mediano plazo. Mientras tanto, los funcionarios del FDT
deberán apelar a su capacidad para convencer
no sólo con palabras sino también con hechos que esta opción es la más
adecuada para la construcción de un país que no someta a gran parte de su población a una inaceptable inequidad.
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