El desenfreno expone a los empresarios aumentadores, evasores y fugadores. Encima, concentrados. Tan evidente es la cosa que, hasta Rodríguez Larreta –con mucha hipocresía- reconoció que los monopolios son el problema. No cambió sus ideas, sino que adoptó un vox populi. Oportunismo, por supuesto, pero un indicio de que muchos comprenden dónde está la raíz de nuestro gradual retroceso.
Un
caso puede ayudar a seguir este hilo. El problema recurrente de nuestra
historia es la inflación, a veces disminuida, a veces desbocada, pero nunca desterrada. Tanto la hemos
padecido que parece formar parte de nuestro ADN y si alguien logra extirparla
alguna vez, quizá la extrañaríamos. Sin embargo, a pesar de tan larga e intensa
convivencia, no la conocemos del todo ni
sabemos de dónde viene. Ahora algo cambió: escaló a tal extremo sin motivos
que quedó al descubierto el origen. Con una devaluación del 20 por ciento y una
emisión monetaria del 27, no se puede explicar
que supere el 50 o más. “No hay mal
que por bien no venga”, decían los abuelos y este episodio deja al descubierto
que la inflación no es un espíritu
maligno que se prendó de los argentinos. Los autores de este abuso tienen
nombre y apellido. También son malignos pero
no sienten amor por nosotros; por el contrario, nos consideran presas para
satisfacer la angurria.
No
sólo quieren ganar más produciendo menos, sino también llevar sus tesoros lo
más lejos posible. Argentina ocupa el
tercer lugar en cantidad de cuentas offshore con una fuga de capitales que
podría superar varios PBIses. Gran parte de esa fuga es
evasión y conforma las divisas que nos
faltan para desarrollarnos y distribuir. Un puñado de empresarios desplegó
una trama económica agobiante que encontramos
en cada cosa que queremos comprar. La concentración inconcebible no se
reduce con un temporal control de precios. Esta es la punta del hilo que nos conduce a la comprensión del problema
central.
Los
diez o veinte apellidos más ricos del país son
los que nos empobrecen cada vez más. El caso Vicentín es una muestra: un grupo de estafadores disfrazados de
serios robó más de 800 millones de dólares, además de triangular y sub-facturar
exportaciones. Sobre eso hay que avanzar, sobre todos los que nos saquean. Y no esperar tanto una condena judicial:
la política tiene que actuar. Si un juez
interpone una cautelar para proteger a estos verdaderos corruptos, hay que
sancionarlo. Y que no pase como con Carlos Rosenkrantz, vicepresidente
de la Corte Suprema de Justicia, que anunció sin pudor que podrá decidir en causas de 300 ex clientes de su estudio jurídico.
Un escándalo mundial. Una atrocidad jurídica. Una confesión que debería dejarlo fuera del cargo.
Estas son algunas de las piedras y un apunte no
alcanza para enumerarlas. Pero ésta
define a todas. La lucha es desigual y asusta. Convencer de su necesidad es
una tarea ardua. Y lo peor es que sabemos que las urnas no alcanzan para emprenderla. Esta semana recordamos a
Néstor Kirchner, que supo mucho de eso. Y su mejor enseñanza: la mejor batalla
no es la que no se abandona, sino la que
se gana.
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