El autor de estos apuntes siempre espera con ansiedad cada 7 de agosto. No porque sea uno de los tantos seguidores del Santo del Pan y del Trabajo, San Cayetano, sino porque esa festividad, ese acto de fe se transforma en un interesante indicador social. Uno que ostenta años sobre su osamenta y se vanagloria por tener buena memoria no puede dejar de hacer una comparación entre el “éxito” que tenía la convocatoria unos diez años atrás y el que tiene ahora. No es la intención de estas líneas abordar con profundidad la cuestión religiosa en sí. Eso quedará para otra ocasión. Pero es muy interesante observar lo que connotaba la afluencia de público en aquellos momentos en que el trabajo era un bien por demás de codiciado.
Los archivos no me dejarán mentir. En los principios de este siglo, cuando la crisis del neoliberalismo de los noventa se estaba comenzando a manifestar –con la búsqueda de trabajo, la necesidad de inclusión, la pobreza extendida, la desesperación por los insumos básicos insatisfechos- cada 7 de agosto se convertía en un fenómeno social estremecedor. Un mes antes, el 7 de julio, los “fieles” ya comenzaban a hacer cola por los alrededores del templo del barrio de Liniers de la Capital Federal para poder contemplar y hasta tocar la estatua del santo, como un sacrificio ofrecido a cambio de un milagro. Pero no eran sólo algunas personas desbordadas de fe, exageradas en su ferviente sentimiento. No. Los medios televisivos tenían ahí muchísimo material para llenar horas y horas de programación. Un mes antes de la festividad ya había muchas cuadras de personas que desafiaban el frío, la lluvia, el cansancio para estar presentes en la demanda de lo que entonces parecía un milagro: conseguir trabajo, satisfacer las necesidades, superar las penurias cotidianas. Los medios mostraban la desesperación a la que se veían sometidos muchos argentinos por un modelo económico sumamente cruel y excluyente.
La angustia se veía en esos rostros cuya única posibilidad de transformar sus condiciones de vida pasaba por el milagro y no por la política, que estaba ausente o felizmente confabulada con el poder económico. En cuanto los micrófonos se acercaban a los pacíficos manifestantes, las voces se quebraban en llantos humillados. Pocos agradecían al santo. La mayoría pedía pan y trabajo. Lo que impresionaba era la cantidad; lo que conmovía era la persistencia; lo que enardecía era la injusticia sembrada por la codicia y canalizada por la creencia. Eso ocurría durante los primeros tres años de este siglo. No era una explosión de fe. La fe era la única salida para los que no podían escapar por la ruta de Ezeiza. El sistema económico de entonces condenaba a los ciudadanos argentinos a transitar esos laberintos entramados en los alrededores del Templo de Liniers o ante las ventanillas del aeropuerto. Ya no era exclusión, sino expulsión.
En los últimos años, la escena fue cambiando. Poco a poco la festividad de San Cayetano se fue trocando en lo que siempre debió ser, una manifestación de fe y no un síntoma de la desesperación de los excluídos. Ya no hay multitudes un mes antes ni hay colas de angustiados. El domingo pasado había sólo un par de carpas en los alrededores del templo, más por tradición que por necesidad. No hay amontonamiento en las puertas sino una cola ordenada y paciente que se empieza a formar apenas unas horas antes de su apertura. Los testimonios no están plagados de llantos suplicantes, sino de agradecimiento. Es un síntoma de que la cuestión laboral verdaderamente se está solucionando. Los medios no tienen una presencia visible en la festividad porque no pueden convertirlo en una mala noticia. Es sólo un hecho más dentro del calendario. Ya no sirve como fotografía del desastre, sino todo lo contrario.
No se ha producido ningún milagro, sino que la política ha puesto las cosas en su lugar. No es que se haya perdido la fe y la gente no concurre a la celebración del Santo. Van los que quieren ir y no los que lo necesitan desesperadamente para calmar su angustia. Y en esto hay que insistir. Los cambios se producen cuando hay voluntad de cambio y ese cambio se tiene que impulsar desde la política. No hay magia posible. Sólo La Política, que desde hace unos años empieza a estar a servicio de todos y no para servir a unos pocos.
Y la memoria, ese bien tan preciado, debería estar presente a la hora de elegir. Pero no está, y es es mi temor, mi terror cotidiano. Porque así como estuvimos a punto de poner un payaso saltimbanqui, un exponente patético de un modelo neoliberal, un amigo de Menem, causante exclusivo de años y años de atraso, a gobernar la provincia, ¿quien puede dudar de que nos puede pasar lo mismo a nivel nacional?. ¡Que miedo!. ¡Que terror le tengo a los idiotas!.
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