En muchos lugares es posible apreciar la recuperación de la discusión política, del intercambio de ideas, algo sustancial para el crecimiento de una comunidad. Sobre todo en los jóvenes, que tienen el irreverente hábito de poner energía en donde nosotros ya no podemos. Y encima los mocosos nos empujan, nos contagian y nos llenan de vida y colorido. Por supuesto, para entrar en el juego uno –que además de años lleva otras cosas sobre la espalda- debe aventurarse al debate de igual a igual. Mirar hacia el futuro que ellos quieren cambiar, dejar que unos chispazos de porvenir nos salpiquen, permitir que nuestras convicciones se sacudan un poco. El mañana es de ellos y nosotros podemos acompañar, apuntalar, aconsejar o ser un obstáculo que deben sortear o un trasto molesto que deben desechar.
Si convertimos su impulso en frustración futura estaremos ayudando poco. Como nunca uno puede ver estudiantes que están al tanto de los ejes de discusión, dejan de lado los detalles y se concentran en los puntos centrales de este proceso de transformación que se está operando en nuestro país. Y lo más importante: hacen oídos sordos a las máximas vetustas de sus mayores. Escuchan nuestra voz cuando propone un avance. Simulan escucharla cuando puede significar un retroceso. Para estar en sintonía con ellos, es necesario despojarse de todas las máximas que han ordenado nuestra vida. “No te metás”, que era el eje de un spot de campaña del UDESO; “los políticos son todos iguales”; “lo peor de este país es que está lleno de argentinos”; “no cambiamos más”; “nos falta cultura, mirá Europa que tiene chiquicientos años de historia” (estas tierras tienen más o menos la misma cantidad); “vos tenés tu idea y yo tengo la mía”; “es verdad porque lo vi en la tele”; “este periodista es objetivo”; “hay que olvidar el pasado y mirar hacia el futuro”, “acá nadie quiere laburar”; “somos así porque bajamos de los barcos”. No alcanzaría este espacio para elaborar un catálogo de máximas grabadas a fuego en nuestras cabezotas y siempre resultaría incompleto.
Desde que inauguré Apuntes discontinuos me han sucedido cosas extrañas. Felicitaciones a montones. Comentarios a granel y en muchos casos, sumamente enriquecedores. Pero también rechazo. Y no por las ideas que se vierten, con las que se puede acordar o no, sino por el simple hecho de su existencia. Aunque parezca mentira, a muchos les molesta escuchar una voz contraria a la suya; les parece inadmisible la existencia de ideas diferentes a las propias; les resulta inaceptable realizar una mínima modificación a sus convicciones. En estudios sociológicos de los años cuarenta y cincuenta, se sostenía que los individuos que se resistían a escuchar ideas opuestas eran los que pertenecían a sectores con poca instrucción. En cambio, aquéllos que poseían un nivel de estudios superior eran más afectos a prestar oídos a todo tipo de opiniones.
Sin embargo, uno puede tener experiencias que contradicen esa lógica. En las discusiones cotidianas puede apreciarse que, a veces, los más reacios a modificar un ápice sus convicciones son portadores de título universitario y algunas cosas más. Son los que dicen: “vos tenés tu idea y yo tengo la mía”. Escuchar algo así es doloroso. Significa tanto. Es un cierre definitivo a la construcción de una idea colectiva. Es como una muralla para la comunicación, que es construir algo en común. Esa frase es como el punto de partida para una vida ermitaña. Una frontera insalvable. La imposibilidad de un nosotros. Cuando hay una discusión bien intencionada, el resultado entre tu idea y la mía es nuestra idea. La idea compartida. Nunca el consenso, que es el triunfo de la idea dominante.
Pero tantos años de discurso único ha dejado una profunda huella en nuestro imaginario colectivo. El sentido común nos ha colonizado, anulando casi el buen sentido. Horas y horas de pantallas monocordes casi logran su objetivo. Hace unos años hubo un quiebre. Y empezamos a recuperar lentamente el dominio de nuestro buen sentido. Falta mucho. Pero hay un indicio esperanzador. Las máscaras se están rebelando. Ya no ocultan tanto como antes. No logran disimular la carroña que pretenden esconder. No pueden con tanto cinismo. Hasta se nota que son máscaras, cuando antes las veíamos como rostros. Se arrugan, se decoloran, se deforman, se mutilan, pero siguen siendo máscaras. Y se nota. La simulación ya no es efectiva. El histrionismo no resulta. La sobreactuación se evidencia.
Con el caso Candela quedó al descubierto una trama de intencionalidad macabra disfrazada de despropósitos. Lo que menos importaba era Candela. Por eso un periodista de C5N declaró que establecer un protocolo de cobertura periodística para casos así es limitar la libertad de expresión. La libertad para el vedettismo es más importante que la vida de una nena. La libertad de expresión también es la contradicción entre un título de tapa y el contenido de una noticia. La libertad de expresión también es que una periodista envejecida en todas sus dimensiones declare con énfasis que este gobierno va camino a convertirse en una dictadura. En estos y muchos casos más, la libertad de expresión es sólo la expresión de ellos, que sostienen la permanencia del discurso único, monocorde y simultáneo. Lo que defienden es SU expresión en detrimento de la de los demás. Los que esgrimen la bandera de la libertad de expresión son los intolerantes que no soportan una voz que disienta con ellos, que los contradiga. Son únicos. Pobrecitos.
Un mensaje esperanzador hacia la juventud de hoy día que quisiera compartir.
ResponderBorrarUna crítica atinada hacia los medios de difusión que ya se convirtió en prédica.
Sigamos adelante....