Los que siempre apuntan a destruir no construyen nada, por supuesto. Destruyen, por si quedan dudas. Jorge Lanata, Hugo Biolcatti y sus secuaces demostraron eso a lo largo de esta semana. Con su ciclo dominical de canal 13, el primero marca una agenda cargada de estiércol. El segundo, en cambio, dirige sus misiles a la democracia misma con el fin de defender intereses corporativos, que incluyen los propios, por supuesto. Uno aparece ante las cámaras disfrazado de periodista esclarecido y comprometido con la ética y el futuro. El otro se muestra como un pobre campesino ultrajado en sus derechos, empobrecido por el saqueo permanente de un modelo empecinado en distribuir. Uno, siempre enojado con la vida; el otro, se enoja sólo cuando pretenden sacarle una moneda. Ambos son destructivos, pero de diferentes maneras. El afán demoledor del primero, en cierta forma, duele; el del segundo, indigna.
Algunos dicen que Lanata cambió; que en los noventa estaba comprometido con ciertas ideas y que ahora defiende ideas opuestas; que hace apenas unos años se mostraba enemigo del monopolio con el que ahora está aliado; que antes pensaba que esa corporación era un pulpo que controlaba la vida de todos los argentinos aunque ahora, es el más débil; que antes defendía los intereses nacionales y ahora todo lo contrario. Este ignoto profesor de provincias puede llenar párrafos de antes y ahora, pero la idea central está planteada y para muestra basta un botón, o unos cuantos, pero nunca todos. Apuntes Discontinuos, en cambio, piensa que Lanata no se ha transformado tanto y el creador de Periodismo para todos se diferencia del fundador de Página/12, Veintitrés, Día D, Crítica de la Argentina sólo por algunos retoques insignificantes.
Hay una constante en todos los Lanatas posibles y es estar en contra del gobierno nacional de turno. Y ese “estar en contra” requiere estar en ningún lugar, que es precisamente donde se ha posicionado siempre para su labor periodística. Muchas veces se ha hablado en este espacio del denuncismo como una actitud permanente de denostar un sistema desde una moralidad impoluta. El objetivo de esta forma de hacer periodismo es sembrar la desconfianza hacia la política y despertar la indignación del público, que vive engañado por la ilusión que construyen los políticos. Lanata nunca habla de política, en el sentido de una acción originada por un plexo de ideas. Ni lo ha hecho antes. Cuando en los noventa criticaba al infame riojano y sus cómplices, lo hacía desde la no-política, pues los cuestionamientos no pasaban por la conveniencia de ciertas medidas ni la defensa del patrimonio nacional, sino por la corrupción, la inoperancia, la ineptitud de los funcionarios, el acomodo, el enriquecimiento ilícito. En aquel entonces, era posible establecer una relación de causalidad entre la corrupción y el malestar de la mayoría. Hoy es necesario forzar mucho el relato construido para lograr algo así. El tipo de periodismo característico de los noventa se repite en el que hace ahora con la diferencia de que el escenario es distinto. Y también su público es otro. Quienes lo admiran hoy, tal vez en aquellos tiempos lo despreciaban por ser muy zurdo.
Esto no quiere decir que un periodista no deba señalar aquellas cosas que funcionan mal ni tampoco ignorar los actos de corrupción que pueda cometer un funcionario. Pero el Gobierno Nacional no es el único gobierno del país. Hay también gobiernos provinciales y municipales. Y las cosas no deben funcionar mal sólo en los gobiernos, sino también en muchas otras instituciones. Si el objetivo de un periodista es señalar aquellas cosas que funcionan mal en nuestro país, hay material de sobra. Pero la intención es lo que hace ruido. Uno puede denunciar para corregir o para destituir. Por eso llama la atención que en tres emisiones de su programa no haya hablado ni una sola vez de Macri, cuya inoperancia en la gestión de gobierno resulta ya provocativa. Lanata no ha cambiado. El haría lo mismo gobierne quien gobierne a nivel nacional, aunque desde diferentes medios. Su público será el indignado de turno dispuesto a sacudir las cacerolas en contra de los políticos.
Quien ya tiene sus cacerolas dispuestas es don Hugo Biolcati. Desde las columnas de la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires intentó re-estrenar la rebelión de los estancieros en su versión 2012. Y no es una interpretación de este autor. El titular de la Sociedad Rural afirmó el jueves pasado que “esto es peor que la 125” y pronosticó que “si se sanciona la ley las consecuencias para los productores van a ser terribles”. La legislatura bonaerense estuvo a punto de convertir en ley una reforma del impuesto inmobiliario rural, que ya tiene la media sanción de los senadores. Pero la sesión debió postergarse. Como tropilla desbocada, productores y peones intentaron ingresar al recinto para impedir que se aprobara la reforma. Gritos, empujones y daños materiales es la manera como ellos entienden el diálogo y el consenso. El primero significa escuchar y el segundo obedecer.
Lo que los dirigentes rurales rechazan es la actualización del valor fiscal de la tierra, cuyas valuaciones están congeladas desde hace quince años, a costa de presiones y alianzas con los distintos gobiernos provinciales. Entre el valor fiscal y el precio de mercado existe una diferencia enorme. En distritos donde el precio de la hectárea supera los 45 mil pesos (10 mil dólares), el valor que se toma en cuenta para determinar el impuesto inmobiliario rural no supera los 1200 pesos (270 dólares). Por esta distorsión, es más cara la patente automotor que el inmobiliario de un campo.
En la provincia de Santa Fe ocurre algo parecido. La reforma está trabada por presiones agro-corporativas y el apoyo del reutemismo y el PRO. En la Invencible, los valores también están alterados. Una hectárea en El Trébol, del departamento San Martín, tiene un valor fiscal máximo de 1.411 pesos, mientras que el valor de mercado sería de 56.000 pesos, según el análisis realizado por el Servicio de Catastro e Información Territorial de la provincia. Las menores diferencias -23 veces- se registran en los departamentos de San Lorenzo y Rosario, donde, en este último caso, el valor fiscal máximo de una hectárea en Funes es de 2.800 pesos, mientras que el valor de mercado ronda los 64.000 pesos. La reforma santafesina prevé que los grandes propietarios rurales tengan una mayor participación tributaria, actualizando valores que datan de 1974.
Pero cuando se trata de poner, corcovean como pingos furiosos. También lo hacen cuando hay una leve amenaza de ganar menos; no de perder, que no es lo mismo, sino de ganar menos. Las ganancias son de ellos, mientras las pérdidas son de todos. Mejor ejemplo el de la sequía del verano, que no fue tan cruenta como se esperaba. Con sus lágrimas hubieran inundado las miles y miles de hectáreas que explotan hasta el límite, pero las desperdiciaron en los estudios de TV.
Ahora, cuando se trata de actualizar el valor fiscal de sus enormes y ricas propiedades, reaparecen con su actitud destituyente de otrora, de siempre. No hay democracia que valga cuando se trata de defender sus bolsillos. No dudan en alterar las instituciones cuando no sirven para multiplicar sus ganancias. De esto no habló Lanata el domingo. Porque los estancieros no son gobierno, aunque sueñen con eso. El enojo de Lanata es con Cristina y su equipo. Pocos son los enojados en estos tiempos de cambios trascendentes. Pero contagian su enojo a los que menos deberían estarlo. El estiércol que arroja Lanata sobre los individuos que lo siguen debe provenir de las estancias aliadas al monopolio que le dio un espacio, si no, no tendría tan mal olor.
Muy buenas observaciones sobre La.lata.
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