En estos días, corrió la noticia
sobre el crecimiento patrimonial de Jeff Bezos –dueño de Amazon-, que en seis años lo convertiría en el primer
trillonario de la historia. Una patraña con intenciones más publicitarias que informativas. Con un incremento
anual del 34 por ciento, ¿cómo podría pasar de 140 mil millones de dólares al
trillón? Tan engañosa que ni llega a
fake news. Más allá del problema de traducción –one billon no significa un
millón de millones, sino mil millones-, lo que asusta es la naturalidad con que se aceptan las cifras. Encabezar el ranking
de los más ricos más debería avergonzar
que enorgullecer, porque semejante fortuna no se obtiene con el trabajo esforzado, el ahorro y la
habilidad para los buenos negocios. No hay honestidad en esos botines porque se han conseguido a
través de las prácticas más oscuras de
acumulación, que no incluye la libre competencia sino el poder de presión hacia los Estados.
Estas grandes fortunas que
despiertan la envidia de los angurrientos menores, deberían ser el anti ejemplo
de la Humanidad porque son el resultado
del despojo de una minoría al resto, a través de evasión, explotación,
sobornos y muchas tretas más. El ranking de los más ricos debería convertirse en un listado de los delincuentes más peligrosos.
En lugar del aplauso, deberían despertar la repulsa porque esa descomunal avaricia ocasiona sin dudas la pobreza creciente en gran
parte del mundo. Y para lavar la conciencia, cada tanto, estos avaros dejan
caer una moneda porque así pueden
reducir sus contribuciones fiscales.
No pasa lo mismo con los
angurrientos vernáculos: los argentinos más ricos no largan un centavo sin la certeza de que volverá multiplicado. Y
si esa multiplicación llega sin poner nada, mejor que mejor. Los cuatro años de
Revolución de la Alegría constituyen un
manual de cómo robar en serio al Estado, después de acceder por malas artes
al gobierno. Así, los más ricos se
hicieron más ricos y el resto, en consecuencia, más pobres. La fuga de
capitales durante ese período nefasto alcanzó los 86 mil millones de dólares, una transferencia de recursos de la
mayoría a una minoría que toma el
formato de deuda y pagaremos con creces durante muchos años. Hasta por
cien.
Pero parece que esta
transferencia no se ha terminado. Mientras el Congreso debate una ley para
cobrar un impuesto de excepción a los más ricos, una medida de salvataje del gobierno es aprovechada por las peores
empresas del país. Techint –que en plena cuarentena despidió a 1400 trabajadores- y Clarín –que repartió 800 millones de pesos entre sus accionistas- recibirán el beneficio del 50 por ciento del sueldo
de sus empleados. También Ledesma y Viacom recibirán estos innecesarios subsidios. Y hay más, por supuesto, todas evasoras, estafadoras, corruptoras,
fugadoras y, sobre todo, destituyentes cuando
un gobierno intenta atenuar la desigualdad. No merecen ni una ayuda, sino todo lo contrario. Porque, en
lugar de agradecer al Estado que ha
favorecido su crecimiento desde la dictadura para acá, no paran de
denigrarlo, presionarlo, someterlo.
Si esta medida no se revierte,
quedarán por tierra las buenas
intenciones declamadas en el discurso presidencial. Los ricos deberán pagar
esta crisis y todas las que vengan porque son generadas precisamente por ellos para inundar sus arcas con dinero
expoliado a los más indefensos, la mayoría de los ciudadanos. Si el coronavirus
no nos induce a diseñar una economía
menos bestial, los lamentos sobre la desigualdad no serán más que cantinelas cargadas de hipocresía.
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