El paradigma de la democracia, la libertad y los DDHH -entre muchos
otros ítems que impone como paradigmáticos- está implosionando una vez más. El Imperio que acusa, bloquea y
bombardea vuelve a ser noticia por su
profunda hipocresía. El asesinato bestial de un ciudadano indefenso en
manos de un policía, ante la indiferencia de sus uniformados compañeros, deja al descubierto el inhumano ideario de
EEUU. Que esté Trump al frente del gobierno no es la causa; tal vez sea el resultado, el final de una
larga historia de bestialidades; la amarga cereza de un ponzoñoso postre.
Que Trump sea eyectado del gobierno no es la solución, sino un cambio de fusible que descomprime la crisis. El problema es
más profundo y viene de larga data. Los fundadores del país del Norte, que
tanto escribieron contra la esclavitud, tenían
muchos esclavos. Todavía tiene matiz legal la conclusión del primer censo
que, en 1790, establece que un negro,
libre o esclavo, equivale a “tres quintas
partes de un hombre”. Aún hoy
la voz de un blanco –y también su vida- vale
más que la de un negro, por más que hayan tenido a Obama como presidente. No
sorprende, entonces, que una rodilla
asfixie hasta más allá de la muerte a un negro por un supuesto billete
falso y que las patrullas embistan a los
manifestantes como si fueran de aire.
El sistema imperante es
despiadado. No sólo allá, sino en todos
lados. El aire hiede a decadencia. La pandemia ha puesto en jaque el malsano equilibrio que el neoliberalismo
supo construir. El coronavirus es el detonante ocasional de la crisis
global que está entre nosotros y la solución no es tomar los mismos caminos que nos condujeron hasta aquí. Lo
sorprendente es que sean algunos multimillonarios –como George Soros o Bill
Gates- los que vienen advirtiendo, desde
hace un tiempo, la cercanía de la hecatombe. ¿Será por la desigualdad que
provoca escalar el podio o por lo
difícil que se ha puesto la escalada? ¿Un poco de culpa o más ambición?
La sensación de que se viene algo
nuevo inspira a muchos sociólogos, economistas, filósofos, sociólogos. Lo nuevo no es auspicioso por sí mismo.
Tampoco lo es el cambio, como ya pudimos experimentar. Si lo
nuevo es lo mismo con maquillaje distinto, estamos ante una encerrona. La nueva normalidad, ¿será peor o mejor?
Claro que no se puede esperar que todo nos venga empaquetado con moño y todo. Lo que sea, hay que construirlo. Dios
hace mucho que dejó de producir maná. O
será que esto no es obra divina ni
diabólica. Que nos hicimos así a lo largo de la historia y que esta
encrucijada podremos superarla si somos lo más humanos posibles, buscando la humanidad perdida –si
alguna vez estuvo entre nosotros- o
construyendo una nueva que nos saque de este pantano.
Lo que sí debemos tener claro es
que nunca nos salvaremos con lo mismo que nos hundió. Aunque nadie pueda
anticipar lo que se viene, ya están los
que se oponen al nuevo orden sionista. Por las dudas, también están los que
rechazan al comunismo y, ya que estamos, la
venezualización del mundo. Y en
el berenjenal de las protestas vernáculas, aparecen jóvenes libertarios que confunden anarquismo con ultraliberalismo.
Y tanta es la confusión que hasta cuelgan un cartel con el insólito disyuntivo “Soros o Perón”. ¿Masoquistas o beneficiados? ¿Esclarecidos o embotados? ¿Conservadores
o timoratos? Como sea, son funcionales a un statu quo que ya no podrá ser. Y, para colmo, están
los opositores que sólo encuentran su
razón de ser oponiéndose hasta el ridículo. Tanto que inventan un
neologismo de dudosa procedencia: la infectadura.
Si superar la pandemia es un
desafío, transitar un nuevo sendero
hacia un mundo más humano parece una quimera. Más aún cuando no sólo
tenemos que destronar a las
corporaciones que gobiernan, sino también convencer a los que todavía creen
que la injusticia imperante es el
resultado de un modelo que garantiza la más absoluta libertad.
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