lunes, 1 de junio de 2020

Un inevitable futuro mejor


El paradigma de la democracia, la libertad y los DDHH -entre muchos otros ítems que impone como paradigmáticos- está implosionando una vez más. El Imperio que acusa, bloquea y bombardea vuelve a ser noticia por su profunda hipocresía. El asesinato bestial de un ciudadano indefenso en manos de un policía, ante la indiferencia de sus uniformados compañeros, deja al descubierto el inhumano ideario de EEUU. Que esté Trump al frente del gobierno no es la causa; tal vez sea el resultado, el final de una larga historia de bestialidades; la amarga cereza de un ponzoñoso postre. Que Trump sea eyectado del gobierno no es la solución, sino un cambio de fusible que descomprime la crisis. El problema es más profundo y viene de larga data. Los fundadores del país del Norte, que tanto escribieron contra la esclavitud, tenían muchos esclavos. Todavía tiene matiz legal la conclusión del primer censo que, en 1790, establece que un negro, libre o esclavo, equivale a “tres quintas partes de un hombre”. Aún hoy la voz de un blanco –y también su vida- vale más que la de un negro, por más que hayan tenido a Obama como presidente. No sorprende, entonces, que una rodilla asfixie hasta más allá de la muerte a un negro por un supuesto billete falso y que las patrullas embistan a los manifestantes como si fueran de aire.
El sistema imperante es despiadado. No sólo allá, sino en todos lados. El aire hiede a decadencia. La pandemia ha puesto en jaque el malsano equilibrio que el neoliberalismo supo construir. El coronavirus es el detonante ocasional de la crisis global que está entre nosotros y la solución no es tomar los mismos caminos que nos condujeron hasta aquí. Lo sorprendente es que sean algunos multimillonarios –como George Soros o Bill Gates- los que vienen advirtiendo, desde hace un tiempo, la cercanía de la hecatombe. ¿Será por la desigualdad que provoca escalar el podio o por lo difícil que se ha puesto la escalada? ¿Un poco de culpa o más ambición?
La sensación de que se viene algo nuevo inspira a muchos sociólogos, economistas, filósofos, sociólogos. Lo nuevo no es auspicioso por sí mismo. Tampoco lo es el cambio, como ya pudimos experimentar. Si lo nuevo es lo mismo con maquillaje distinto, estamos ante una encerrona. La nueva normalidad, ¿será peor o mejor? Claro que no se puede esperar que todo nos venga empaquetado con moño y todo. Lo que sea, hay que construirlo. Dios hace mucho que dejó de producir maná. O será que esto no es obra divina ni diabólica. Que nos hicimos así a lo largo de la historia y que esta encrucijada podremos superarla si somos lo más humanos posibles, buscando la humanidad perdida –si alguna vez estuvo entre nosotros- o construyendo una nueva que nos saque de este pantano. 
Lo que sí debemos tener claro es que nunca nos salvaremos con lo mismo que nos hundió. Aunque nadie pueda anticipar lo que se viene, ya están los que se oponen al nuevo orden sionista. Por las dudas, también están los que rechazan al comunismo y, ya que estamos, la venezualización del mundo. Y en el berenjenal de las protestas vernáculas, aparecen jóvenes libertarios que confunden anarquismo con ultraliberalismo. Y tanta es la confusión que hasta cuelgan un cartel con el insólito disyuntivo “Soros o Perón”. ¿Masoquistas o beneficiados? ¿Esclarecidos o embotados? ¿Conservadores o timoratos? Como sea, son funcionales a un statu quo que ya no podrá ser. Y, para colmo, están los opositores que sólo encuentran su razón de ser oponiéndose hasta el ridículo. Tanto que inventan un neologismo de dudosa procedencia: la infectadura.
Si superar la pandemia es un desafío, transitar un nuevo sendero hacia un mundo más humano parece una quimera. Más aún cuando no sólo tenemos que destronar a las corporaciones que gobiernan, sino también convencer a los que todavía creen que la injusticia imperante es el resultado de un modelo que garantiza la más absoluta libertad.

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