La vara del debate político está cada vez más baja. Y eso no sólo desconcierta: también desalienta. Como si estuviéramos siempre dando vueltas sobre lo mismo. Los que perdieron las elecciones presidenciales no cesan de reivindicar el desastroso gobierno cambiemita, no sólo por sus resultados sino por sus procedimientos. En cambio, nada dicen de sus malas intenciones, porque no conviene. Ahora aparece Macri –que nunca estuvo ausente-, como una pluma ilustre en el diario La Nación, pontificando sobre transparencia y respeto a las instituciones. Él podrá ser un caradura, pero hay un discurso dominante que lo avala, que lo erige como el paladín de la República y la honestidad. De eso deviene que haya un público cautivo que crea en esas patrañas. Mientras tanto, el presidente Alberto Fernández esboza un discurso conciliador destinado a los que son incapaces de conciliar nada.
Después
de firmar el decreto para reducir la coparticipación a la CABA –y contrarrestar
el decreto con que el Buen Mauricio
le concedió de más-, explicó que no está “sembrando discordias, sino igualdad”. ¿A los PRO les va a hablar
de igualdad, cuando su nefasto modelo sólo funciona en base a la desigualdad?
Y esa también es una discusión vana. Construir igualdad es hacer que todos
tengamos exactamente lo mismo; ni siquiera el eufemismo de igualdad de oportunidades para todos es
realizable, porque implica que todos partamos desde el mismo punto, sin
herencias, apellidos, historias, estudios. Poner como meta la igualdad nos
llena de hipocresías, más de las que ya pululan por estas tierras.
En un
intento de ampliar su frase, el presidente agregó: “ningún diálogo se rompe, pero a alguno le duele renunciar a los
privilegios”. Una declaración para sordos porque la pérdida de
privilegios no provoca dolor; la de derechos, sí. Además, ningún
privilegiado reconoce serlo. Hasta los que descansan en el podio de los más
ricos negarán ser privilegiados; hasta son capaces de pregonar a los
cuatro vientos que sus descomunales fortunas de muchísimas cifras garantes
de holgura para incontables vidas han sido producto del trabajo esforzado y
honesto. Si el trabajo honesto y esforzado garantizara la fortuna, todos
seríamos multimillonarios y no unos pocos.
Esa
declaración de Fernández necesita que los aludidos reconozcan que su
privilegio es el que esquilma derechos al resto y eso es un abuso de
ingenuidad. ¿Acaso los apellidos que encabezan el listado de Forbes van a admitir
que conquistaron ese lugar explotando trabajadores, especulando en todas las
timbas posibles, evadiendo y escondiendo el botín en empresas fantasmas? Si
llegaron a eso fue con el consentimiento de una sucesión de gobiernos cómplices
que armaron un entramado legal para conformar la injusticia que padecen
muchos argentinos. Los privilegios que cercenan derechos se eliminan sin
pedir permiso ni buscar consenso, menos con los privilegiados. Y eso no es autoritarismo; lo
autoritario es que muchos padezcan necesidades esenciales porque unos pocos
tengan de sobra. Eso es lo que vulnera toda institucionalidad y rompe con
los derechos garantizados por la Constitución. No es ilegal que el Estado intervenga
una empresa que ha fugado, estafado y evadido: en la ilegalidad están los
empresarios que han cometido esos delitos. Y reparar el resultado de esos
delitos no es incumplir con la Constitución, sino todo lo contrario: es
hacer Justicia.
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