La carta de Cristina reordenó el tablero. Alberto no pudo hacer otra cosa más que aceptar las críticas. No es momento para parches, sino para enfrentar en serio a los que nos hacen la vida imposible
Después de una semana cargada de operaciones y falacias, la tensión pos PASO empieza a atenuarse en La Rosada. Las nuevas figuras del gabinete prometen entibiar el clima en el frente gobernante, mientras los opositores y la parafernalia mediática aliada arrojan más leña al fuego. Los que aplaudieron la destitución de Dilma Rouseff y afirman que Evo Morales renunció por propia voluntad no dudan en etiquetar la carta de CFK como golpe de Estado. Claro, acostumbrados a la vice Michetti -un adorno humanitario de los cínicos- que Cristina haga valer su lugar con observaciones acertadas parece una "inmoralidad" para el patriarcado. Y como el presidente asegura haber escuchado el mensaje de las urnas, está preparando el relanzamiento de su gobierno de cara a las elecciones de noviembre y también hacia los meses subsiguientes.
Por supuesto, la cuestión de fondo no es el cambio de nombres, sino la profundización de un proyecto que se enuncia mucho, pero se concreta poco. El padecimiento de gran parte de los argentinos no puede esperar. Mientras los números indican una mejora respecto a 2019, los alimentos y los remedios se han vuelto inalcanzables, a tal punto que la frase "el salario le debe ganar a la inflacion" ya es insuficiente para subsanar las carencias. Y también lo serán los incrementos anunciados del mínimo vital y móvil, jubilaciones y asignaciones si no se pone freno a la angurria desmedida de los formadores de precio, que ya están aumentando a cuenta.
El diálogo y los acuerdos resultan inservibles con los grandes depredadores. Ellos son los que alteran nuestra vida porque no aceptan ganar un poco menos, sino todo lo contrario: quieren multiplicar sus ganancias invirtiendo lo mismo. Por eso surgen los "cantos de sirena" de bajar salarios y eliminar indemnizaciones para generar más empleo, una falacia que ni Ellos creen. El derrame invertido y acelerado. El presidente Joe Biden señaló en estos días que, 40 años atrás, el ejecutivo de una empresa ganaba 20 veces más que un empleado y hoy esa diferencia escaló hasta 350. El problema no es sólo de producción y generación de empleos sino la manera de distribuir las ganancias. Una cosa es el crecimiento y otra es el desarrollo.
El año pasado, en medio de las restricciones dispuestas por la pandemia, las grandes empresas ganaron como nunca, no por inversiones sino por el incremento desaforado de precios. Y esto no se resuelve con paritarias, cuyos porcentajes se trasladan directamente a las góndolas. La inflación no es un fenómeno meteorológico sino una accción voluntaria de especulación y estafa. Y el Estado debe abandonar de una vez por todas el rol de comentarista y víctima del latrocinio que padecemos todos. Poner racionalidad es lo más urgente.
Los precios cuidados, protegidos, cercanos son simulacros de control porque no sabemos en realidad cuánto cuesta producir cada cosa que compramos: los consumidores sólo podemos evaluar si nos alcanza o no para comprarlo. El Estado es el que tiene que elaborar un listado de precios referenciales, no con las pretenciones empresariales sino con los costos reales de cada producto más una tasa razonable de ganancia. Convertir en realidad lo tantas veces prometido: intervenir en la cadena de comercialización para que nadie se quede con la porción más grande de la torta. En lugar de aceptar la derrota de tener una canasta de alimentos a la que pocos salarios llegan, asumir el desafío de domesticar a los que nos hacen la vida imposible. Si el frente gobernante asume este compromiso, las urnas serán más festivas y las propuestas desigualadoras sólo recibirán el vacío que merecen.
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