Lamentable, pero da la
sensación de que el Poder Judicial no
está dispuesto a romper su alianza con los poderosos. Por lo menos, algunos
de sus miembros. El reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia sobre la
pauta oficial invade un espacio
descuidado por el oficialismo, que debería haber legislado la manera de difundir
los actos de gobierno y otros mensajes de interés por los medios de
comunicación. El año pasado, al declarar inconstitucional la reforma del
Consejo de la Magistratura, los Supremos
asumieron el rol del Poder Ejecutivo, porque vetaron una ley legítimamente
aprobada. Ahora, con esta nueva sentencia, se atribuyen el papel de legisladores al dictaminar cómo debe
repartir el Ejecutivo el presupuesto para propaganda. Una Justicia corporativa
no es sana para la convivencia democrática, más aún cuando con su accionar, protegen a los que nos quieren derrotados.
No importa. Mientras exigimos que apuren el juicio por la apropiación de
Papel Prensa con delitos de Lesa Humanidad de por medio y que resuelvan
sobre la cautelar que exime a La Nación de abonar cerca de 300 millones de
pesos por aportes patronales, algo podemos hacer con la nueva sentencia
corporativa. Este tema presenta, en principio, dos aspectos: uno monetario y otro simbólico. De más
está decir que Clarín chilla por
plata, aunque la pauta oficial sólo represente menos de un 6 por ciento de la totalidad de sus ingresos por
publicidad. Porque ese monto que recibirá sin que lo necesite significa un triunfo en sus sueños hegemónicos,
una manera de tener al Gobierno bajo su dominio, con la complicidad de algunos
jueces. Ante lo inevitable, hay que
explotar el aspecto simbólico: llenar de argumentos los medios del todavía
monopolio.
El fallo de la Corte no fue
unánime. Lorenzetti, Maqueda y Fayt en la delantera, consecuentes con los intereses de la minoría; Highton de
Nolasco, Petracchi y Argibay ocuparon el mediocampo, como defensores y atacantes a la vez; y Zaffaroni, en absoluta
soledad, cubriendo el enorme arco de la
democracia. Los tres primeros, con inusitada dureza, cuestionan los
criterios esgrimidos por el Estado, respecto de la decisión discrecional en la
asignación publicitaria. “La importancia
de la libertad de expresión en el régimen democrático –expresan en el
texto- tanto en lo referente a la
libertad que tienen los ciudadanos de expresar sus ideas como en la protección
de la actividad crítica de los periodistas y en el rechazo a todo tipo de
censura”, como si Clarín necesitase
las monedas del Estado para seguir
emponzoñando el ambiente.
Enrique Petracchi y Carmen Argibay practican
algunos vericuetos para llegar a una conclusión más o menos similar. Pero quien aporta un poco de oxígeno a este
ambiente enrarecido es la vicepresidenta, Elena Highton de Nolasco. Sin
sospechar que su fundamento pueda sugerir una salida, cita un fragmento del
artículo 76 de la LSCA, para establecer “criterios de equidad y razonabilidad en
la distribución de la inversión publicitaria oficial”. Estos dos términos
son por demás de ambiguos, sobre todo el primero. La
equidad es dar a cada uno lo que merece, por lo
que los destinatarios del fallo no deberían considerarse tan beneficiados. Eso sí: todos –menos Zaffaroni-
coinciden al afirmar que Canal 13 ha sido “discriminado”.
Después de derramar unas lágrimas por semejante
injusticia, podemos seguir analizando el tema.
¿El
tamaño o la intención?
Si los
directivos de Clarín se sienten victoriosos es porque del fallo parece sugerir
una distribución proporcional de los recursos, de acuerdo a la repercusión que
sus medios tengan en la sociedad. Entonces, si El Trece es el canal más visto debe recibir una porción mayor que
cualquier otro de los canales abiertos. Recordemos que desde el punto de
vista económico no lo necesitan. Sólo plantean este tema para someter la
democracia a sus caprichos. Entonces
plaguemos su programación con mensajes oficiales, sobre todo con los cortos
de Argentina
en Noticias, en medio de los noticieros centrales.
Ahora bien,
seguramente esta estrategia de saturación no convencerá al colonizado público
de ese canal, por lo que será dinero
desperdiciado. También puede suceder que, después de la difusión del
mensaje oficial, salgan los cancerberos
periodísticos a destilar su veneno. Supongamos que una marca de yogurt
publicita en ese canal y, después de la emisión del spot, aparece un periodista
para hablar mal de ese yogurt. La empresa retirará sin dudas la publicidad del
canal o, al menos, hablará con los directivos para condicionar los contenidos
de la programación. Si el Estado hace
algo así, será denunciado como censura. Y encima, no puede retirar la
propaganda pública porque, de acuerdo al fallo, afectaría la libertad de
expresión. Entonces, mientras los
privados pueden mudar la publicidad de un medio a otro, el Estado quedará como anunciante cautivo de medios opositores,
sin opción para elegir los canales más adecuados para propagar la voz oficial.
Buen momento
para retornar a la equidad y
razonabilidad. Si bien es razonable que sean los medios más consumidos los destinatarios de los mensajes oficiales
–aunque no sean bien recibidos por su público-, desde el punto de vista de la
equidad, no lo es. Porque la equidad puede considerarse como la búsqueda de equilibrio entre los
grandes medios y los pequeños, para garantizar la pluralidad de voces, esenciales para la libertad de expresión,
como recuerdan los Supremos. Y aquí una disyuntiva: el aporte oficial como
difusión o como subsidio; como garantía de llegada de la obra gubernamental o como apoyo para los medios que no pueden
conquistar una considerable carpeta publicitaria.
El artículo
76 de la LSCA también establece que los titulares de licencias de radiodifusión
deben emitir, sin cargo, mensajes de
interés público de hasta dos minutos cada uno. Aquí se encuadraría la
difusión de derechos, advertencias sanitarias o mensajes didácticos sobre
normas de convivencia. Y no se computan como publicidad, por lo que podrán
lucrar como hasta ahora. Si quieren pauta oficial, también tendrán estos mensajes que no le reportarán réditos económicos
pero ocuparán una parte sustancial de la programación.
Pero éste es
el momento adecuado para comenzar a legislar sobre estas cosas. Que diputados y
senadores debatan en el espacio que dispone el sistema democrático para brindar una herramienta legítima para
distribuir palabras, ideas, obras y recursos. Y ya que estamos, hay muchos
problemas que requieren el compromiso de los representantes legislativos. En
estos días de discusión sobre precios, ganancias empresariales y sus estrategias
para apropiarse de nuestras billeteras resulta
imprescindible que la sociedad tenga nuevas reglas para la comercialización de
los productos básicos y de los otros.
Lo que se
puso en evidencia desde la aplicación del programa “Precios Cuidados” es la desaforada tasa de ganancia que
tienen los actores de la cadena comercial. Que un supermercado remarque los
productos con un 100, 300 hasta el mil
por ciento debería estar prohibido y
debe recibir una sanción quien abuse de manera tan bestial. Algo así
debería considerarse como traición a la confianza depositada por la sociedad a
una empresa que cumple un servicio, como es la distribución y venta de los
productos. Poner límites a las ganancias
empresariales resulta esencial para frenar la avidez de los actores económicos
y cuidar en serio nuestros bolsillos. El diseño del nuevo país requiere una
profundidad legislativa en el lugar que corresponde: el Congreso de la Nación. Que los estudios televisivos y los
despachos empresariales queden para los que cacarean en defensa de los que más
tienen.
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