De nosotros dependerá que este
febrero sea recordado por siempre. Las redes sociales instalaron la idea del Apagón de Consumo, que tuvo repercusión el primer viernes y
después se fue diluyendo por falta de difusión en los grandes medios. Y no
de Clarín, La Nación y todos los satélites, sino de los otros. Todos debemos
ser los protagonistas de estas transformaciones en nuestros hábitos de consumo.
Si queremos domesticar a los grandotes, debemos manifestar nuestro
disgusto de la manera más intensa posible. Dar la espalda a sus abusos es
la manera más efectiva de poner freno a la sangría de nuestras billeteras. No
podemos esperar que el Gobierno se encargue de todo. En algo debemos ayudar, a
pesar de los irresponsables mediáticos que convocan a la inacción. Sobre todo ahora, que ya comenzamos a tener
en claro cuál es la operatoria con que los filibusteros expropian nuestros salarios.
Desde hace un tiempo, los
grandes supermercados se han convertido en inevitables. Cuando comenzaron a
asomar sus hocicos en las ciudades
más pobladas, se esforzaron por mostrar algunas de sus ventajas. El hecho de comprar todo lo necesario en un solo lugar y a un precio más conveniente que en los
negocios pequeños fue la manzana de la tentación. Una vez que se
convirtieron en hábito y después de fundir a los comerciantes de varias cuadras
a la redonda, abandonaron las buenas intenciones y se zambulleron en las
ofertas engañosas y sobreprecios escandalosos. No son los únicos: la concentración en la producción de alimentos también
incentiva la imaginación a la hora de satisfacer la codicia.
Desde el Estado, podemos
esperar medidas y leyes que frenen el saqueo. Poner límites a la tasa de rentabilidad de cada uno de los actores de la
cadena de producción y comercialización es uno de los pasos más audaces que
puede darse. Controlar los productos que se ofrecen en las góndolas para evitar las trampas con que nos
muestran productos tradicionales con agregados nuevos para multiplicar su
precio. Impedir que las grandes empresas posean diferentes marcas de lo mismo,
en un hipócrita escenario de competencia. Fomentar la aparición de cooperativas
y empresas familiares y facilitar su
acceso a las góndolas. Expandir mercados y ferias en todas las ciudades del
país para establecer referencias en los precios.
Hay mucho para hacer en este tema
y recién estamos comenzando a comprender
que la inflación no es un fenómeno climático ni se soluciona con una rebaja
salarial; que la reducción del gasto público o de la emisión monetaria
nunca frenará la avaricia de los empresarios; que cuando el mercado es libre los consumidores quedamos cautivos de la
mezquindad.
El Estado nacional puede
establecer una nueva trama en esta historia y los gobiernos provinciales y municipales también pueden sumarse a esta
contienda contra la piratería mercantil, en lugar de mirar para otro lado.
Algunos intendentes toman partido para defender la mesa de los trabajadores,
impulsando mercados y ferias populares. Otros son más contundentes. Berazategui
–la ciudad bonaerense que se ha hecho famosa por el paso de un tornado en estos
días- debe ser la única que prohíbe la
instalación de supermercados o cadenas de electrodomésticos de más de 1000
metros cuadrados. En 1996, Juan José Mussi firmó la ordenanza 2960 y su
hijo, Juan Patricio, reforzó la decisión para impedir que los comercios de gran
escala aplasten a los pequeños. El resultado: 9000 negocios que garantizan la creación de empleos y una verdadera
competencia.
Los
que nunca se llenan
En estos días, los medios
hegemónicos sacaron a relucir el sueldo que cobra La Presidenta, con la obscena intención de seguir
arrojando bolas de estiércol en la opinión pública. Pero también de
confundir, tapar, minimizar los esfuerzos del Gobierno Nacional para garantizar
la redistribución del ingreso. El plan Progresar es una nueva inyección de recursos para incluir a un sector vulnerable de
la sociedad: los jóvenes entre 18 y 24 años serán beneficiados con una suma
mensual para terminar su formación educativa. Una cifra que se vuelca al
mercado interno para contribuir al crecimiento. Porque este Estado se ha convertido en garante de la redistribución,
mientras los grandes empresarios fugan, evaden y especulan con la escandalosa protección de los medios consustanciados con el
establishment.
Y no sólo eso: también intentan apropiarse de esas sumas
incrementando los precios. Si no abundaran estas reacciones mezquinas,
alcanzar la equidad sería más sencillo. Porque además de fugar, evadir, especular y expropiar salarios se lo pasan
cuestionando, criticando, exigiendo y conspirando. Y encima, de lo que ganan, invierten muy poco en el país porque
desconfían del proyecto que los ha enriquecido como nunca. Y por si esto
fuera poco, envían a sus sicarios políticos y mediáticos a instalar la
posibilidad de bajar los salarios.
Cristina, desde Florencio
Varela, llamó una vez más a la coherencia. “No maten a la gallina de los huevos de oro
que les ha dado muchísimos huevos, que ha engordado muchas canastas y les
ha permitido hasta crecer e invertir en el exterior gracias a la rentabilidad
que obtenían en la Argentina. No significa solidaridad, significa inteligencia,
necesidad de seguir manteniendo y
sosteniendo este crecimiento”.
Contra
todos los pronósticos de los expertos en
economía, en 2013 nuestro país creció un 4,9 por ciento respecto al año
anterior. Y si esto ocurre es porque el
Estado distribuye con todos los mecanismos a su alcance. No con dádivas o
subsidios para vagos sino con planes y programas que cubren los espacios que los privados se niegan a ocupar, aunque les
sobren recursos para hacerlo. Algunos caraduras hablan de crisis terminal,
olvidando que estos diez años de kirchnerismo han sido los mejores desde
mediados de los 70. Y en muchos sentidos. Si la desocupación alcanzó en el
último trimestre de 2013 un 6,4 por ciento no
es por la generosidad de los que más tienen, sino por la insistente prédica y
la comprometida acción del equipo gobernante.
Si ya dijimos que estos
sectores fugan, evaden, especulan, expropian salarios, cuestionan, critican,
exigen y conspiran, falta agregar que también lloran. El colmo sería que pidan una pastillita para curar el empacho. Eso
sí, ante cualquier medida que tome el Gobierno para limar apenas sus
privilegios, salen a recitar un rosario
de lugares comunes republicanos, denuncian autoritarismo y sobreactúan como
doncellas mancilladas. Si un grupo de vecinos manifiesta su disconformidad por
los precios o distribuye afiches con los rostros de los dueños, afirman que se sienten
atacados y declaman que con la violencia no se llegará a ningún lado. Nada más violento que sus ganancias, sus
precios, sus productos tramposos. Nada más autoritario que el poder
fáctico, que pretende gobernar a su antojo y para siempre sin que
nadie los vote. Sus integrantes no son merecedores ni de la gallina ni de
los huevos. Hasta ese punto nos tienen.
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