Dos meses quedan para la Gran Final y la oposición
se debate entre pegotearse en una
coalición anti K o arrojar todos los muertos posibles sobre el escritorio
de Cristina. Lo primero es imposible, al menos legalmente; tampoco garantiza
nada de cara al futuro: tan sólo la
ilusión de ganar el partido. Lo segundo –reemplazar la política con la
necrofilia- es pura mugre. Así quedan los carroñeros cuando se dan un festín: con las fauces emporcadas con la carroña.
Así quedarán ellos, los que destilan denuncias infundadas, pergeñan operaciones
y distribuyen acusaciones de homicidio a los cuatro vientos. Hasta con sus metáforas opositoras juegan
con la muerte: “no maten al campo” es
el lema de la nueva movida de los productores agropecuarios, un intento más de
los grandotes por imponer un programa neoliberal para incrementar sus
ganancias. Todo pasa por eso, por restaurar
un pasado que sólo beneficiará a unos pocos y dejará al resto lejos de
cualquier idea de bienestar.
El 2008 ya está lejos, no sólo en tiempo sino en
símbolo. Entonces, el Campo sirvió como
alegoría aglutinante de una oposición incomprensible. Muchos de los que
nutrieron la comparsa de la Mesa de Enlace, hoy observan con recelo este
reiterado lamento de los angurrientos. Lejos de la identificación
automática que casi se lleva puesto al Gobierno, el lockout de esta semana sólo
despierta indiferencia. Claro, ahora sabemos que la eliminación de las
retenciones –tema central del reclamo- no
va a beneficiar al conjunto de la sociedad, sino todo lo contrario.
Nadie quiere matar al Campo, tan sólo contener la avidez de los que se creen dueños del país. En
realidad, ese diez por ciento que maneja el 80 por ciento de la producción
agropecuaria es el que pone en riesgo el equilibrio vital de nuestra economía. Siempre especulando, amenazando,
despreciando. Nunca pierden pero siempre lloran. Y si encuentran algún
candidato que se haga eco de sus demandas, sus lágrimas recrudecen como si
fueran los participantes del casting para un culebrón. Esta vez deben quedar
clamando en soledad, viles en su
individualismo despótico, en su imposibilidad de pensar en el conjunto, en la
obscenidad de su angurria. Solos y repudiados merecen quedar estos grandes
productores por querer endosarnos el
saldo negativo de su más descontrolada especulación.
Pestilencias y perfumes
No sólo ellos merecen la soledad, sino todos los que
día a día contribuyen a malograr nuestro
ánimo con su prédica estercolera, los siervos de los poderosos que se
disfrazan de periodistas comprometidos y los gerentes que se muestran como
candidatos del cambio. Esos que siembran
desconfianza para cosechar deslegitimación, que hablan con éxtasis de las
instituciones pero no pierden oportunidad de pisotearlas, que recitan
principios constitucionales pero
destilan veneno hacia las mayorías. Esos
que impulsan la unión pero redoblan sus esfuerzos para ensanchar la grieta.
¿Qué merece la diputada Elisa Carrió, después de
ofrecer su departamento para una operación deleznable? ¿O los que ostentaron
oportunismo ni bien apareció el cadáver del fiscal Alberto Nisman? ¿O los que alucinan con un crimen político
ante cualquier homicidio? ¿O los que se escandalizan por la violencia que
ellos mismos generan? Todos estos –un puñado de cínicos- merecen algo más que
el repudio porque no juegan limpio, porque son los que pinchan la pelota cuando ven que están perdiendo y después
denuncian que la pelota está pinchada. Encima se erigen como impolutos próceres
que quieren salvar la República, cuando
lo que buscan es facilitar el saqueo de los integrantes del establishment.
Lo auspicioso es que cada vez son menos los que se
dejan engañar por estos infames personajes. Las urnas están clamando por la continuidad de este proyecto, ante la
sorprendida mirada de los que esperan otros resultados. Estos estafados por
los medios que consumen a diario no pueden comprender que algo tan malo sea elegido por la mayoría.
Porque, aunque la cotidianidad lo desmienta, están convencidos de que el kirchnerismo ha hundido al país. Si la
pantalla afirma que esto es una dictadura y que estamos peor que nunca habrá
que votar al primer monigote que se
comprometa a cambiar todo.
No, ni esto es una dictadura ni estamos peor que
nunca y el que se compromete a cambiar todo también dice que va a continuar con
todo. Que es un monigote es lo único cierto. Un monigote peligroso que esconde las peores intenciones de la pandilla
de rapaces que representa. Esta semana lo veremos, justificando las
mezquinas medidas de fuerza de los que más tienen, repartiendo demagogia tanto
a los palcos VIP como al gallinero, prometiendo ajustes y desigualdad en su
confusa media lengua. Esta semana lo veremos, con su patricia soberbia a
cuestas, intentando disimular la
desesperación del que se sabe derrotado, procurando pinchar todas las pelotas
posibles.
Hay que estar muy confundido para votar a Mauricio
Macri desde la mitad inferior de la pirámide social. Muy extraviado para creer
que la pobreza se esfumará con su porteño pase mágico. Muy embrollado para confiar en el modelo del derrame que promete, una
vez más, su tortuoso y exiguo goteo.
No todo está tan mal para el suicidio colectivo, que
ya hemos experimentado en varias oportunidades. Alguno dirá “ni todo es tan perfecto como dicen los K”. No estamos en el infierno ni en el paraíso,
sino en tránsito hacia un país mejor del que teníamos. Y esto es indudable:
hay más argumentos para estar a favor
que para estar en contra. Y lo más probable es que los argumentos para
estar en contra no sean más que excusas
elaboradas a partir de datos inexistentes, hechos que nunca ocurrieron o
lecturas malintencionadas de los tropiezos. En cambio, los logros existen,
se olfatean en la calle y su perfume consigue sofocar el hedor de la carroña que quiere volver a invadir nuestra Nación.
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