Aunque
cuesta, nos vamos acostumbrando al aislamiento, tanto que puede
sorprendernos evocar cómo nos movíamos diez días atrás. También nos cuesta
imaginar otra forma de vida en el futuro más que la de mantener la distancia
que nos protege del temido virus. ¿Quedarán para siempre los espacios entre
los integrantes de una cola, la costumbre de entrar de a uno en los negocios o la
graciosa forma de saludar con un leve toque de codos? A quienes resulte
exagerada esta pregunta, que echen una ojeada a series y películas de los
ochenta y noventa donde se fumaba hasta en los sanatorios para verificar cómo
horroriza la cotidianidad de antaño. Tal vez en poco tiempo más nos
espantarán los que se saludan con besos y abrazos y se amontonan en locales
cerrados para escuchar una conferencia, una banda o una obra de teatro.
Muchas
cosas quedarán atrás después de este entuerto. La más necesaria: que nuestra
vida deje de estar sometida a los caprichos del mercado. Si ahora, ante la
emergencia, los popes de la economía –esos que lamentaron con emotivos
obituarios la muerte de Bartolomé Mitre- no paran de especular y aconsejar
al gobierno austeridad, lo que será cuando este dramático trance termine.
Si la farmacia macrista de Mario Quintana –Farmacity- acapara alcohol en
gel mientras en sus locales falta, lo que hará cuando volvamos a la
normalidad. Si el Ingenio Ledesma –empresa azucarera del impune asociado con
la dictadura Pedro Blaquié- obliga a trabajar a los mayores de 60 años y
los padecientes crónicos, ¿qué será capaz de hacer cuando nos descuidemos?
Esta
pandemia nos está llenando de anti ejemplos: los muertos se cuentan de a
miles en aquellos países atravesados por el egoísmo neoliberal; lo mal
que suena que el presidente de Chile anuncie que no van a cobrar los que no
trabajen; lo obsceno que quedan los tuiteros PRO nutriendo el hashtag #NoALosMédicosCubanos y lo tontuelo de Laura Alonso tildando
de espías y comisarios a los profesionales que ofrecen una mano, justo
ella, que es emisaria del buitre Paul Singer y forma parte de un partido
que inunda con chimentos los oídos de la Embajada Imperial; lo didáctico
que resulta que el Primer Ministro británico, Boris Johnson haya sido
invadido por el virus que ninguneó.
El
presidente Fernández muestra ser de otro palo: un reformista que se
enorgullece de serlo; no revoluciona el estatus quo, sino que lo suaviza;
no estatiza bancos pero intenta domesticarlos; no expropia empresas
esenciales, sino que las intima a facilitarnos la vida. Tan diferente es
su impronta que la fuga de capitales –que durante el macrismo llegó al récord
de 5900 millones de dólares- ahora se ubica en apenas 144 millones. Encima,
la OMS eligió a Argentina como uno de los diez países capaces de iniciar los
ensayos para la cura del coronavirus.
Atrás
quedará el indignante anecdotario de estos días. El alocado surfista que
debe admirar a Macri y sus secuaces, terminará, seguramente, procesado.
Los que piden que Cristina hable, que son los mismos que antes pedían que se
calle, quedarán como odiadores incurables. Los que burlan el
aislamiento simplemente porque detestan el populismo, quizá acaben apestando a sus familiares. Los que
buscan cualquier pelo para potenciar su costumbre quejosa, estarán cada
vez más descolocados. Todo esto y mucho más deberá quedar atrás cuando
dominemos al virus. Cuando podamos salir a la calle sin temor a contagiarnos,
debemos construir sobre los escombros un país nuevo, donde el individualismo
destructivo no tenga cabida, la solidaridad sea la norma y las provocaciones de
los idiotas caigan en saco roto. Y si este nuevo horizonte prospera, tal
vez podamos pensar en un mundo menos odioso que el que los carroñeros
globales estaban construyendo antes de la pandemia. Si no aprovechamos este
brete para construir un futuro más igualitario, será que no estamos
entendiendo nada.
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