Las discusiones en nuestro país parecen producirse en una calesita porque siempre dan vueltas sobre lo mismo. Eso de buscar puntos de acuerdo es la propuesta de los que sólo aceptarán la mayor tajada de la torta. Y lo del diálogo y el consenso –ya lo sabemos- son palabrejas utilizadas por aquellos que sólo exigen obediencia a sus egoístas órdenes. Por un lado, los que hablan de una mejor redistribución del ingreso y por el otro los que plantean una baja de impuestos para atraer inversiones sin soltar nunca un centavo; mientras unos proponen planes de desarrollo, otros se abrazan al granero del mundo; mientras unos apelan a la solidaridad otros se miran el ombligo. Así pasan los años y el diagnóstico parece ser el mismo: tenemos un país de lujo pero nunca nos ponemos de acuerdo para dejarlo brillante.
Por el motivo que sea, los más ricos son los que más lloran
mientras los que menos tienen son cada vez más. El Infame Ingeniero había prometido Pobreza Cero y concluyó su
despreciable gobierno con más pobres que antes. El actual gobierno –que se
propuso revertir las cosas- justifica el
40 por ciento de pobres con la pandemia que nos acosa. Y duele que casi la
mitad no alcance a cubrir las necesidades básicas, mientras desde el
oficialismo ponderan la canasta alimentaria y la IFE como paliativos para esta dramática situación.
Pero hay algo que subyace en los números: si el desempleo ronda el 15 por ciento,
¿cómo es posible naturalizar el porcentaje de pobreza? Por si no queda claro: hay un 25 por ciento de trabajadores con
ingresos que no alcanzan a cubrir la canasta básica. Y esto es inadmisible.
El salario mínimo debería estar en sintonía con la canasta básica o, mejor aún,
la canasta básica debería estar más
adecuada al salario mínimo. Como sea, alguien tiene que disminuir su porción de torta, chillen
los que chillen.
Y ésta es la recurrente
discusión: para revertir estos números
hay que mejorar la redistribución del ingreso, porque hay una relación muy
directa entre el incremento de la cantidad de pobres con el crecimiento patrimonial de los que se creen dueños de todo. Una
minoría que somete a la mayoría a condiciones de vida intolerables en un país capaz de alimentar a diez veces su
población. Y la patraña del derrame no va a solucionar nada, como queda
demostrado en todas las ocasiones que se agitó esta zanahoria: llenar las arcas de los de arriba sólo
alimenta la angurria y el derrame no es más que un goteo miserable que se
pierde en el camino. La redistribución del ingreso debería producirse por
tres caminos simultáneos: baja de los
precios, suba de salarios e incremento de los impuestos a los más ricos,
siempre, no por única vez. Podríamos agregar un necesario condimento a este
tentador menú: eliminar todas las formas
de especulación, que multiplica las ganancias de unos pocos con menor
inversión. La mejor forma de desarrollar el país no es satisfaciendo la obsesión por las exportaciones, sino con la
potenciación del mercado interno; que la producción de cualquier cosa tenga
como principal objetivo a los 45 millones de argentinos y de ahí en más que exporten lo que sobra. Y que los precios internos
no tengan como referencia el dólar, porque ahí es cuando se habilita la gran estafa que padecemos en las
góndolas.
Mucho para debatir con la mira
puesta en la reconstrucción definitiva
de un país que incluya a todos. Los números están para modificarlos y no
sólo para lamentarse. Y no se mejoran
con buenas intenciones, sino con audacia, más allá de las críticas de los que
defienden el statu quo de la desigualdad. Quizá sea hora de bajarnos de la
calesita y exigir sin tantas vueltas
aquello que nos corresponde.
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