La muerte no es menos muerte porque sea tan anunciada. Aunque venga por entregas, igual duele. Siempre sorprende por más que uno la vea venir. No soy el más adecuado para escribir sobre Maradona porque no soy futbolero ni fan de nada. Y antes que poner generalidades descafeinadas, prefiero dejar la pluma en el tintero. Por eso esperé unos días para decir lo que siento. No soy de los que ven partidos y menos de los que recuerdan los goles con todos sus detalles. Esos a veces despiertan mi admiración, pero generalmente me exasperan. Las pocas veces que he visto un gol lo festejé si me alegra y a otra cosa. Pero la muerte de Maradona va más allá del fútbol. Más allá de todo, tal vez. Algunos dicen que Dios se llama Dios por Diego. Quizá sea exagerado, pero seguro que muchas divinidades envidian la humanidad de este ídolo. Una divinidad que supo tocar el cielo con las manos… y la pelota también. Y que jugó con el barro con el que se manchó varias veces. Que cayó, que se levantó, que se volvió a caer para volver a levantarse, con la fortaleza de un titán y las debilidades de un mortal. Que supo de amores y escándalos. De glorias y ocasos. De triunfos y de un poco menos. Como sea, este doloroso episodio le da la razón a Nietzsche respecto a eso de que Dios ha muerto. O tal vez no, quizá la muerte de este hombre con pretensiones de dios lo convierta en un dios de esos que no mueren nunca.
Que se haya abrazado con
Kirchner, Chávez, Lula, Evo, Fidel hace
que uno lo quiera más. Que se haya peleado con Macri, lo eleva muchos escalones. Y que haya ido a Mar del Plata gritando “no al ALCA” lo pone del mejor lado. El personaje se consolidó cuando el país
encontró su rumbo más insólito allá por 2003. Y esa solidez cosechó muchos amores y unos cuantos odios. Amores
que se evidenciaron el jueves con las abundantes –demasiadas- imágenes y
anécdotas que brindó la televisión. Amores
que desafiaron la pandemia y olvidaron la distancia. En estos meses de
velorios despoblados y breves, el de Diego fue
peligrosamente multitudinario.
Y los odios cosechados fueron
menos, algunos futbolísticos por mera envidia y muchos otros políticos, por supuesto. Durante mucho tiempo, los
escándalos y excesos encontraron más
pantalla que su brillantez deportiva. Ahí se manifestaba el odio. Y ahora,
con su muerte, en los parcos mensajes de
condolencia que eran más de compromiso que de otra cosa. Algunos tan venenosos como el del presidente de
Uruguay y ese “¿por qué debería afectarme
la muerte de Diego Maradona? Me quedo con Francéscoli”. O la desapasionada frase que pergeñó el
Infame Ingeniero, “es un día muy triste
para los futboleros”, tan
desprovista de todo justo él, tan futbolero. Pero la mayor muestra de odio
la dio el Jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta que, como reafirmación de su impronta represiva,
mandó a sus tropas para que repartan
palos y balas en medio de tanto desconsuelo. Los que odian al pueblo son
así, tan incontenibles que ni respetan
el duelo.
Más allá de todo esto, están los
que se preguntan cómo será la vida sin
Diego. Demasiado abismo en esos sujetos. Y también están los que quieren que todo lleve su nombre y los
que van a explotar su recuerdo de maneras olvidables. Lo seguro es que a partir
de ahora comenzará a ser una de las
mejores leyendas.
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