La oposición está desencajada y el oficialismo busca su rumbo, mientras gran parte de los argentinos padece la irracionalidad de los precios. Los primeros disputan ante las cámaras la candidatura a la presidencia, aunque falta más de un año para las elecciones. Macri no sólo piensa en el bridge, sino también en el tan temido Segundo Tiempo. Él afirma que quiere volver al Poder, como si alguna vez lo hubiera perdido: gran parte de las gravísimas causas que lo tienen como protagonista descansan en cajones que sus jueces amigos ni se animan a abrir; los periodistas de los medios cómplices y los propios practican las volteretas más sorprendentes para blanquear su imagen y la de todos los cambiemitas; todos gozan de una impunidad verbal que debería avergonzar a los que escuchan. El FDT, en tanto, trata de sanar las heridas internas provocadas por el acuerdo con el Fondo a la vez que el presidente busca atenuar los daños de la escalada de los precios.
En verdad, Alberto se muestra demasiado calmo ante tanto abuso. Que
un trabajador registrado con un salario cercano a los 100 mil pesos apenas llegue a cubrir las necesidades
básicas de su familia debería enojar a cualquier representante de la mayoría.
Por eso, el problema no es la inflación sino las cifras con que adornan todos los productos. La Guerra contra la Inflación no puede
encararse si no se hace un estudio
profundo de cómo se forman los precios y cuál es la ganancia de cada uno de los
actores. En todo caso, deberían establecer por ley, como en muchos países, la tasa de rentabilidad máxima para que
nadie se apropie de renta ajena. Que aumenten los salarios puede atenuar la
emergencia alimenticia pero no soluciona
el problema de fondo: no puede haber trabajadores pobres. Y éste es el
punto de partida: un sueldo no debe
alcanzar sólo para comer, sino también para la vivienda, los servicios, la
indumentaria, la recreación y el ahorro. La comida no debe exigir más que un 20 por ciento de la remuneración
mensual. Por supuesto, estamos muy
lejos de esa meta y también de la discusión.
Que el presidente proponga “una suerte de terapia de grupo y para encontrar una solución en conjunto,
dialogada" parece un
chiste en un velorio. O que pida que “reflexionen”
a los que considera “diablos”. Los formadores de precios ya
reflexionaron y por eso se la llevan toda. El Primer Mandatario tiene el
hábito de eludir las definiciones para que no se alteren los destinatarios,
pero no hay que tratar con algodones a los abusadores económicos,
evasores y especuladores. Que exprese que “hay una inflación autoconstruida” confunde bastante, más
aún si agrega que “el hecho de que tengan
una especie de oligopolio no los autoriza a subir los precios”. Pero,
como son oligopolios no necesitan autorización para hacer lo que quieran.
Para eso se concentran y cartelizan. Primero hay que atenuarlos como poder y
después, disciplinarlos. Con los que reparten injusticias no hay diálogo
posible.
En este
sentido, las intervenciones de Alberto y todos sus funcionarios, más que
calmar las aguas, las agitan. Quizá porque no experimentan la
desesperación de no poder nutrir la mesa, de depender de las viandas, de no
llegar nunca, de vivir en el límite de la miseria. En su afán de demostrar
que está mejorando la distribución del ingreso, celebran la baja de la
pobreza y el desempleo y anuncian que el salario le tiene que ganar a la
inflación. La vida real no se transforma con números. De nada vale lograr incrementos
salariales que superen por dos puntos a la inflación cuando el despropósito
de los precios nos ataca todos los días. Y los precios no tienen la culpa, sino
los que los inventan. Ellos son los que nos atacan y no es sólo desde el
inicio de la Guerra, sino desde hace mucho tiempo. En lugar de metáforas,
circunloquios y pipas de la Paz, habría que desarmar de una vez y para siempre
a estos conspiradores.
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