Pan y circo es una de las imágenes más frecuentes cuando se
quiere abordar la relación entre un
gobierno y sus representados. Inevitable que afloren en nuestra memoria
escenas de películas de romanos, donde los panes vuelan sobre la cabeza de los
asistentes junto con el hedor de la sangre que asciende desde la arena del
circo. La demagogia es el concepto teórico que se quiere ejemplificar con estas
evocaciones; un concepto que encierra
una especie de soborno que un mandatario ejecuta sobre sus gobernados para
reforzar la relación. En estos días en que alguien se animó a cuestionar el
Fútbol para Todos y amenazó con eliminarlo en el hipotético –casi quimérico-
caso de acceder a la presidencia, la idea de pan y circo se actualiza. Muchas de las medidas tomadas por el
Gobierno Nacional son presentadas por medios y políticos opositores como
acciones populistas o demagógicas. O en el peor de los casos, como mero
simulacro. Para estas luminarias empecinadas en retornar a nuestro peor pasado,
estos diez años de inusitadas transformaciones no son más que ilusiones que se encuadran en un hábil
relato que logra engañar a las masas obnubiladas.
No sólo el FPT ha sido catalogado
como medida demagógica. También el
incremento del número de feriados anuales ha estado muchas veces bajo la mirada
admonitoria de los fiscales de la moral. De apenas diez que teníamos a finales
del siglo pasado, hoy podemos ostentar 19. Ante cada feriado aparecen las voces
que condenan la institucionalización del ocio, en detrimento del trabajo y la
producción que “tan necesarios son para
el crecimiento del país”. Primera
objeción: cuando en el calendario había pocos feriados no nos iba mejor que
ahora, sino todo lo contrario. Segunda objeción: los que se quejan son, por
lo general, los patrones que no necesitan feriados para tomarse días libres. Y
de todos los feriados que se han incluido, los más denostados son los de
carnaval. Herida que todavía sangra para
los alineados con la Iglesia.
Los festejos de carnaval son
paganos para el ideario eclesiástico. En tiempos de la Edad Media, cuando la
Iglesia ostentaba un poder mayor que el de ahora, la preparación de la cuaresma
–los 40 días previos a la Pascua- era mucho más rigurosa. La ingesta de alcohol
y carne, la risa, el baile, el sexo eran
castigados severamente con penas de prisión y otros tormentos si se practicaban
durante ese período. Ante la perspectiva de esas semanas de abstinencia, el
pueblo organizaba en los días previos a su inicio fiestas callejeras como una
manera de pecar a cuenta. Total, la santidad de la cuaresma desintoxicaría
los espíritus. De ahí el rechazo hacia el carnaval, que proviene de la palabra
carne. Esos descontroles populares significaban una explosión del cuerpo, en los que se dejaba de lado toda idea de
pureza espiritual y jerarquía y el disfraz rompía con el estratificado
orden de la comunidad.
La eliminación de los feriados y
la prohibición de los festejos durante la Dictadura se fundamentan, en parte, en esa relación “nociva”
entre santidad y perversión. Lo
demás, se corresponde con el Estado de Sitio, que impedía cualquier aglomeración callejera por considerarse
peligrosa. Sin embargo, y a pesar de las demandas de las agrupaciones
populares de murgas, el retorno de la
Democracia no significó una recuperación de los feriados. Por el contrario,
los presidentes que se sucedieron desde 1983 eludieron el tema. Recién un par
de años atrás, CFK dispuso su incorporación en el listado de los días no
laborables.
Para los agoreros, los feriados y
el FPT se encuadran en medidas demagógicas del Gobierno Nacional. Las decisiones de un gobierno no pueden
calificarse de demagógicas per sé, sino en su contexto. Un breve
contrafáctico arrojará un poco de luz. Si en 2002, en medio de la crisis,
Eduardo Duhalde decretaba el retorno de los feriados de carnaval o implementaba
el FPT, entonces sí podría pensarse en clave de demagogia. Como si la orden
presidencial fuera: festejen aunque no
haya motivos. Si lo hubiera dispuesto Néstor Kirchner, apenas asumido, con
más del 50 por ciento de pobreza y el 25 de desocupación, también hubiera sido
demagógica. En cambio, cuando CFK toma esas decisiones, la situación de crisis se había superado y habíamos recuperado muchas
otras cosas que ameritaban el festejo. En medio de la explosión económica y
social de principios de este siglo se hubieran considerado mera distracción
para sobornar a los sufrientes ciudadanos. Pero,
aunque muchos se nieguen a reconocerlo, nuestra situación actual permite
ciertos lujos para el disfrute de la
mayoría.
El Jefe de Gobierno porteño,
Mauricio Macri, aclara muy bien este punto, aunque con intenciones harto diferentes. “Si vos sos gobierno, tus prioridades tienen que ser la pobreza, la
exclusión, la marginalidad, la seguridad de la gente, la educación pública. No
puede ser, la verdad, solamente el entretenimiento y el relato”, argumentó,
exponiendo su más despreciable cinismo. Él
también es gobierno, a pesar de que se niegue a reconocerlo y esas cosas
que señala como prioridades no figuran en su agenda. Sólo apela a esas palabras que le cuesta pronunciar porque quiere que
el negocio del fútbol vuelva a manos de sus aliados económicos y políticos.
Además, de manera no muy bien encubierta, desea que el disfrute de la
televisación de los partidos sea el privilegio de los que pueden abonar las
infinitas codificaciones que el Monopolio dispuso.
Con respecto a los feriados, nada
dijo el Alcalde Deforestador. Pero no hace falta mucha imaginación para
descubrir lo que piensa del tema. Patricio como es y también patrón, no dudaría en eliminar de un plumazo los
feriados incorporados por la gestión K, con la convicción de que el trabajo
agobiante y mal retribuido es la mejor manera de contener la vagancia del pueblo. Y afirmaría
estas cosas desde ese lugar des-ideologizado que siempre defiende, ese sentido común que no es otra cosa que el plexo de preceptos propios del discurso
otrora dominante y ahora en retirada. El que sostiene que el Estado no debe
intervenir en la economía, salvo para garantizar el latrocinio del Poder
Fáctico. El que defiende la idea de que el pobre seguirá siéndolo durante
muchas vidas por propia decisión. El que piensa la pobreza como una epidemia y no como el resultado de las acciones
rapaces de la clase más privilegiada. En síntesis, ese discurso que se
instauró a mediados de los setenta a fuerza de sangre y que recién ahora
estamos desterrando.
Un discurso que pretende volver
de la mano de estos personeros del horror, que incrementaron sus groseras
fortunas a costa de las angustias de millones. Todavía no están derrotados pero están a punto de serlo. En breve,
sólo serán un mal recuerdo, aunque jamás dejarán de representar una permanente
amenaza.
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