No fueron muchos los esfuerzos ni se beneficiaron con la
amplísima difusión de las anteriores ediciones. Tampoco tuvieron el apoyo de
los exponentes de la oposición. Por eso, algunos exaltados repartieron
reproches por el fracaso de la convocatoria al cacerolazo del viernes. Pero el traspié no se debe sólo a eso. El
8N versión 2013 no tenía otro motivo más que expresar el desprecio de una
minoría hacia la democracia en su conjunto. ¿Qué necesidad había de
manifestar un rechazo ya manifestado 15 días atrás en las elecciones
legislativas? Ya sabemos que están en
contra: los números lo demuestran, aunque no de la manera contundente como
lo expresan los opo-periodistas. Los pocos asistentes no se atrevieron a exteriorizar
un apoyo visible al Grupo Clarín, pero algo de eso había. El resultado: unos cuantos individuos irritados que
podrían haberse juntado en un pelotero para hacer más efectiva la catarsis.
Detrás de las ideas que lograron balbucir –de acuerdo a los testimonios
recogidos por los pocos cronistas que se trasladaron hasta la zona del
obelisco- se traslucía el núcleo duro de las ideas neoliberales, sobre todo el
respeto a la propiedad privada. Claro, el fallo de la Corte sobre la
constitucionalidad de la LSCA contiene una idea que produce urticarias en
algunos: el interés público debe estar
por encima del interés privado.
Quizá los miembros del Supremo Tribunal no pensaron
revolucionar el statu quo con esta afirmación. Después de todo, éste es un
concepto ya expresado por Maquiavelo en El
príncipe, aunque con una concepción diferente de la sociedad. La tan famosa
frase mal citada de “el fin justifica –o
condiciona- los medios” sugiere algo
por el estilo. Para que no haya confusión, el
fin debe ser el beneficio del Estado, no la ambición individual. Y nuestro
país no es un principado, salvo la CABA, vale aclarar. Por eso allí abundan los
caceroleros, la expresión más visible de la renuncia a todo objetivo colectivo;
por eso allí triunfan las fuerzas no-políticas que niegan toda forma de
solidaridad; por eso allí coronan con el voto a candidatos más aptos para la
actuación televisiva que para la labor parlamentaria; por eso, finalmente, cuando se quejan de los vagos mantenidos por el Estado, no piensan en los diputados y
senadores con alarmantes inasistencias a las sesiones, sino en los que
todavía no están incluidos del todo. Por eso cacerolean, como hace el Alcalde
Amarillo cuando está frente a un micrófono, aunque no es el único.
¿Qué es cacerolear?, se
preguntará el lector. No es sólo aturdir a los vecinos con ese utensilio de
cocina, como hacen los medios hegemónicos pero con otras herramientas. Cacerolear quiere decir desconfiar, prejuzgar, descreer, contrariar,
ignorar pero, sobre todo, es la
expresión de la voluntad de dejarse manipular por la desinformación. Como
ejemplo, muchos de los asistentes se mostraron en contra de la manera en que el
Gobierno maneja la pauta oficial, sin saber demasiado qué significa eso. Una característica esencial del cacerolero
–tanto el callejero como el periodístico o político- es su desconocimiento de
las cosas sobre las que opina. Porque cacerolear implica apoyar consignas
fáciles de recordar pero difíciles de fundamentar. Desde que la Corte emitió su
tan significativo fallo recrudecieron los reclamos de los medios grandotes para regular el aporte estatal
al paquete publicitario. En realidad,
siempre insisten con ese latiguillo, que sirve para poner en evidencia un
inexistente sistema de premios y castigos. Entonces, el cacerolero, basado
más en sus prejuicios que en la información, protesta porque Cristina condena a los medios críticos a la exclusión monetaria.
Una aclaración se torna necesaria: 18082 millones de
pesos es el monto total de la torta publicitaria del país y la pauta oficial aporta apenas el cinco por
ciento. Dos dedos de frente pueden deducir que el monto no es significativo
para los grandes medios, que se alzan con gran parte de la publicidad privada.
Con medio dedo más se puede llegar a una conclusión: las airadas protestas por la discriminación es más una pose política
que una necesidad económica. Con más de tres dedos se podría sostener que
la pauta oficial debe estar destinada a
aquellos medios que no tienen la posibilidad de captar el aporte de los
privados, para favorecer el equilibrio de las voces. En este sentido, los
medios privados hegemónicos deberían recibir menos dinero que los medios
comunitarios, educativos y cooperativos. En el caso que se piense una normativa
para regular la pauta, no sólo debe
establecer un porcentual mayor para los medios no comerciales, sino destinar
una parte de lo privado para la adquisición y renovación de equipos. Si el
interés público está por encima del privado, la existencia de la diversidad de
voces debe ser política de Estado, de todos los que formamos parte de él.
Interés público recargado
Como estamos atravesando
momentos muy interesantes, esta idea debe trascender el sistema comunicacional.
Monopolios y oligopolios están más al servicio del interés privado que del
público, en cualquier sentido en que se piense. La posición dominante de una
empresa distorsiona el equilibrio de un sistema que tienda a la equidad. Ya
se sabe: el 80 por ciento de lo que consumimos lo producen 24 empresas y el 60
por ciento se comercializa en las grandes cadenas de supermercados, también en
pocas manos. La distorsión en los precios –que muchos llaman inflación- también
tiene su origen en la primacía del interés privado, en detrimento del interés
público. Una expresión de poder en la puja redistributiva. Una muestra más
de la ambición desmedida de los angurrientos.
El Gobierno debe intervenir de
manera intensa en este tema para desbaratar uno de los principales puntos
críticos de este proyecto. La libertad de mercado no es un derecho, sino un
privilegio que se presenta como tal. Una visión ideológica de la economía
que se ha transformado en norma. Un sentido común que está haciendo estragos en
el mundo entero. La concentración de la economía en pocas manos es la que
produce la crisis que estamos presenciando. Desarmar esta herencia
neoliberal es un desafío, pero vale la pena el esfuerzo. Y no significa ir en
contra del capitalismo, como vociferan algunos apologistas de la rapiña: tan
solo volverlo más humano.
Un primer paso es el control de
las ganancias empresariales; poner un coto a la tajada que se lleva cada uno en
la cadena de comercialización; evitar que la producción y venta de los
productos esenciales se convierta en un arma de la especulación. Una ley que
establezca porcentajes de ganancia puede ser muy útil para instaurar un
parámetro y que disponga las sanciones para quienes no la cumplan. De
persistir la desobediencia, deberán quedar fuera de juego sin derecho al
pataleo. El segundo paso consiste en la información: los consumidores debemos
saber cuánto cuesta producir lo que vamos a comprar, más allá de las marcas y
las variantes. Por último, fomentar el acceso de nuevos actores, de
manera mucho más intensa que como se ha hecho hasta ahora. Ya sería
demasiado regionalizar la economía y evitar que existan marcas de alcance
nacional, salvo que sea imprescindible. Como con la LSCA: que la
competencia no sea un simulacro, sino una realidad. Y que el Estado no sólo sea
el árbitro, sino un jugador del lado de los más pequeños.
Nada. Solo decirte que acompaño tus ideas y tu fuerza. Hacés que me sienta orgulloso de haber sido alguna vez tu compañero de trabajo.
ResponderBorrarOscar
Gracias, Oscar, por esas palabras. Espero que alguna vez nos encontremos para charlar de estas cosas. Abrazo enorme
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