Qué lejos está Francisco de
Bergoglio; mucho más que el ancho
del charco que necesitó cruzar para
llegar al Vaticano; tanto que pocos se acuerdan de sus homilías inspiradoras de
títulos agoreros en medios hegemónicos y de su Guerra de Dios en los tiempos en que se discutía en estas tierras
la ley de Matrimonio Igualitario. El
Papa que muchos querían opositor hoy parece revolucionario. O no tanto como
eso, pero sus palabras conmovieron las entrañas del Imperio. Las incontenibles
lágrimas del presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, son una
buena muestra de eso. También que muchos
analistas norteamericanos lo tilden de marxista y que los medios locales traten
de lavar lo más posible sus discursos. Como sabemos, las grandes
transformaciones no se producen por arte de magia. El tiempo dirá si la visita
de Francisco dejará la huella que nos conduzca a un nuevo mundo o si fue un show más del que son tan adeptos
los habitantes del País del Norte.
Algunos
se entusiasman demasiado con los discursos que están circulando por el mundo, las voces que advierten sobre la necesidad
de cambiar las reglas del juego antes de que todo estalle. Si la caída del
Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética fue interpretada como un
triunfo del capitalismo, la actual crisis global, la excesiva concentración de
la riqueza y la invención de conflictos bélicos con cualquier excusa indican
que el problema no estaba en los rojos. Si el comunismo fracasó en la búsqueda de
la igualdad en los pueblos, el capitalismo no alcanzó la meta de distribuir sus
bondades entre los individuos. O sí, pero no en todos.
Ya
es sabido: mientras unos pocos gozan de
un lujo vomitivo, otros padecen las más elementales carencias. Mayordomos,
vestidores, choferes, autos enchapados en oro contrastan con millones que no
acceden siquiera al agua. Con esta mirada, se puede arribar a descabelladas
explicaciones, casi todas inspiradas por la más claustrofóbica individualidad,
por las más heroicas historias de
esfuerzo personal. Salvo en contadas
ocasiones, nadie hace nada solo. Si la desigualdad nació mucho antes que la
explotación de trabajadores en las primeras fábricas, el modelo de acumulación de riqueza actual la está potenciando. Ya
no es pagar menos al obrero para apropiarse de la plusvalía. El modelo financiero permite mucho más que
eso, pero sin obreros. Con unas cuantas empresas fantasma radicadas en
paraísos fiscales basta para convertirse en multimillonario. La inmaterialidad del capitalismo actual
permite no sólo la inexistencia del producto a comerciar sino también del
billete.
Pero
no sólo de inmaterialidad viven los ricachones: para demostrar que hacen algo
por el planeta fabrican armas, provocan guerras y reconstruyen el país
devastado. En esa perversa ecuación, potencian sus ganancias, ostentan su poder
y entretienen a las tropas. El
capitalismo actual contiene una pulsión destructiva que nos va a dejar sin planeta:
¿que alguien explique cómo eso nos va a hacer vivir mejor?
La argentinidad, al palo
Por si no se entendió, la pobreza y la desigualdad
no devienen de fenómenos climáticos, de la mala fortuna o de la vagancia de los
afectados sino de esta constante
obsesión de multiplicar las cifras, tanto de las fortunas como de los excluidos.
Lejos de apelar a abstracciones celestiales o acciones caritativas, el Papa
Francisco afirmó que los organismos financieros deben “velar por el desarrollo
sostenible y la no sumisión asfixiante a los sistemas crediticios que lejos
de promover el progreso someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza
y dependencia”. La deuda y los capitales sin patria son los que saquean los
países y la libertad de mercado y la
seguridad jurídica son las herramientas que lo permiten.
Mientras existan formas de multiplicar fortunas sin
generar riqueza distribuible, la inequidad, la pobreza y el hambre extremos serán
una constante. Esta es la cultura del descarte de la que habla Francisco: una economía sin trabajadores, consumidores
ni productos; con pocos incluidos y muchos excluidos. Como esto no es
producto del capricho de dioses adversos, el ex Bergoglio aseguró que “el mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva para mejorar el
ambiente y vencer los fenómenos de la exclusión social y económica con su
triste consecuencia de trata de seres humanos, comercio de órganos, explotación
sexual niños, tráficos de drogas y armas, terrorismo y crimen internacional
organizado”. El Sumo Pontífice no apela a la santidad de las buenas
personas sino a la decisión de los
presidentes de gobernar para sus pueblos. Aunque haya aconsejado el
abandono de las ideologías, está sugiriendo que sea la política la que gobierne a la economía y no a la inversa.
Y si se abandonan las ideologías –si es eso posible-
que sean todas y no sólo las que
molestan a los destructores. Porque el capitalismo también es un sistema
ideológico que genera símbolos y valores como cualquier otro. Todavía quedan
algunos que intentan preservar sus
principios como si fueran verdades o, al menos, sentido común. Pero ese
discurso que parecía tan indestructible, después de tantas crisis, está
mostrando algunas fisuras.
Fisuras que están generadas no sólo por las voces
que lo cuestionan, que siempre han existido, sino también por sus rotundos fracasos, aunque algunos se sientan
exitosos cuando consultan sus cuentas bancarias. Porque ese éxito individual provoca el padecimiento de muchos. Y
ése es el principal fracaso: un sistema que crece y se reproduce gracias al
consumo excluye día a día a más consumidores; si no hay consumidores no hacen
falta los productos; si no hacen falta los productos, tampoco son necesarias
las fábricas; si no hay fábricas no hay trabajadores; y si no hay trabajadores,
no habrá consumidores.
Para revertir este círculo vicioso
hay que forzar la circulación del capital, de ese que está inmovilizado en miles de cuentas,
cajas de seguridad y bóvedas de verdad. Para
transformarlo en virtuoso hay que contener tanta avaricia, indiferencia y
torpeza. Aunque parezcan ‘vivos’, en realidad son muy torpes. De seguir así,
terminarán como en esas pelis apocalípticas, encerrados en burbujas
climatizadas en medio de un paisaje desértico acosado por mutantes que claman la devolución de la dignidad que les
han amputado.
Francisco terminó su intervención en la ONU con unos
versos del Martín Fierro: “los hermanos sean unidos porque ésa es la ley primera […] porque si entre ellos pelean los devoran los
de afuera”. Desde un espacio internacional como ése, los de afuera no son extraterrestres invasores. Los
de afuera son Ellos, los que se quieren quedar con todo. Y nosotros,
sin duda, deberemos ser los hermanos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario