El pedido de nulidad de Cristina dejó al descubierto un oscuro entramado para perjudicar a casi todos. Las interpretaciones confusas indican que la vice señaló la matriz de todos nuestros males. El desafío es desmontar la mafiosa hegemonía discursiva que tanto daña nuestra convivencia democrática.
El viernes se desató una “trascendente” discusión en los medios –tradicionales
y redes-, como nos tiene acostumbrada
la oposición periodística, política y
trollística: el llamado a licitación para la compra de diez mil penes de
madera pulida. Para la pacatería vernácula
esto es perversión, más aún si esos adminículos son utilizados para "concientizar y evitar la propagación de enfermedades de transmisión sexual”, como explica Sandra Tirado, a cargo de la
secretaría de Acceso a la Salud de la Nación. Claro, para los timoratos y
protestones del establishment, cualquier cosa que sirva para fomentar la
concientización sobre cualquier cosa es peligroso, porque prefieren una
muchedumbre alelada antes que una ciudadanía esclarecida. Después salen con
el verso de “no hay que regalar pescado,
sino enseñar a pescar”, cuando son los dueños de cañas, redes, lombrices
y hasta de los ríos. Contradictorios y cínicos que aún tienen algo de
eficacia a la hora de embaucar al público reciclando candidatos presentados
como nuevos y cambiando el nombre de
su amasijo electoral.
En
realidad, para eso el Poder Real se preocupa tanto por la posesión y el
dominio de los medios de comunicación: para instalar el discurso hegemónico
en una porción desprevenida e ingenua de la sociedad; para convencer al
colonizado de lo bueno que es acatar al colonizador; para abrazar y
defender las ideas que van a terminar perjudicando al que –inocentemente-
las abraza y defiende; para generar desconfianza y odio hacia aquellos
proyectos que pueden afectar intereses económicos minoritarios. No importan
los penes, sino estimular el rechazo hacia todo lo que provenga de un gobierno
que intente distribuir equidad. La mejor receta para alimentar la repulsa
permanente es la indignación que sobreactúan ante cada decisión del
oficialismo, sin datos ni argumentos.
Respecto
a esto –y con más brillantez- la vicepresidenta CFK habló el viernes en la
audiencia pública para pedir la nulidad de la infame causa del Memorándum
con Irán. Una clase magistral de derecho, historia, economía y geopolítica
cuyo objetivo no era lograr su impunidad –como muchos, maliciosamente,
vomitaron- sino desnudar un entramado mafioso y perverso para perjudicar a casi
todos los argentinos. Claro que los mecanismos de manipulación estuvieron
muy activos desde entonces para desviar la atención con los penes e
interpretaciones amañadas y caprichosas sobre la intervención de Cristina.
Algunos se preguntaban qué tiene que ver el memorándum con los buitres y el
endeudamiento, aunque ella lo dejó más claro que en un ABC para primaria.
Pero,
como la idiotización del entendimiento sigue dando resultados –en menor medida-
en los que quieren seguir siendo idiotas preguntarse para qué mató a
Nisman si su denuncia es insostenible resulta un interrogante muy atractivo.
Ese es el daño que provoca la parafernalia comunicacional que padecemos en
nuestro país; ésa es la urgente anomalía que debemos corregir.
Tratar de convencer a un alelado de que Nisman se suicidó por fracasos
propios y presiones no esclarecidas es más difícil que escalar una montaña
en ojotas. La mentira instalada desde las propaladoras de estiércol sumada a la
validación que otorgan los cambiemitas es casi indeleble para los que se
dejan permear hasta la estupidez. La razón no tiene cabida en esas mentes
tan sopapeadas.
La Batalla Cultural es un desafío
cotidiano, pero con ciudadanos comprometidos en afrontarla no basta.
Desmontar un titular falaz requiere cientos de explicaciones que muchos
emprendemos con empeño docente, a veces, en vano y otras con un modesto
éxito. Sembrar la duda en un colonizado ya es un logro para el podio.
Pero el Estado también debe ayudar no sólo desmintiendo, explicando,
aclarando, sino también con una regulación enérgica de todos los medios
y sus tergiversadores seriales. La libertad de expresión es un derecho
para todos y no el privilegio de unos pocos. Más aún cuando la utilizan
para alterar el orden democrático y confundir a la ciudadanía. La
información también es un derecho y eso es lo que alteran con las fábulas
que a todas horas difunden.
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