Esta semana, la democracia será
el centro de toda celebración. Una continuidad que parecía imposible en 1983, cuando muchos veinteañeros perdíamos la
virginidad electoral. Una democracia que comenzaba con Raúl Alfonsín
recitando el preámbulo de la Constitución como si fuera el mejor poema de la
historia y que prometía garantizar lo más elemental, como la salud, la
educación, la alimentación. Pero no se pudo. La deuda pesaba sobre la economía cotidiana
y nuestros bolsillos estaban acosados no
sólo por los organismos internacionales sino también por la avaricia vernácula.
Y encima, las amenazas de golpe estaban a la vuelta de la esquina, hasta el día
en que el Infame Riojano firmó el hiriente indulto. Claro, con tan fiel
custodio, los poderes fácticos estaban más que felices. En los primeros años
del gobierno de Alfonsín, considerábamos que el principal peligro para la
estabilidad democrática estaba en los cuarteles. En aquel entonces no
sospechábamos que los militares eran
sólo una herramienta al servicio de angurrientos personajes que orquestaban
todo desde las sombras. Alfonsín terminó su mandato apurado por la ansiedad
del establishment, desplazado por un nuevo presidente que prometía estar al
servicio de esos despiadados intereses.
Estas tres décadas de democracia
han estado amenazadas por la misma puja, por la intencionalidad predatoria de
una minoría y la resistencia –a veces, con demasiada paciencia- de la mayoría.
Poco a poco, la democracia está cobrando su sentido porque en estos diez años se ha comenzado a desarticular ese poder destructivo
que todavía insiste en gobernar a pesar de que sus exponentes no sean votados
por nadie. Aunque algunos se atrevan a ponerlo en duda –con más desprecio
que argumentos- el kirchnerismo es la única propuesta política que se ha empeñado
en achicar las brechas instauradas por la desigualdad. Y también ha puesto en
evidencia quiénes son los que boicotean
cualquier sendero que conduzca a la felicidad de las mayorías. Además, ha dinamizado
el mecanismo de reparación histórica con los juicios que habían sido detenidos
por leyes incomprensibles y decretos inconstitucionales.
Por todo esto duele que
Reynaldo Sietecase considere que los periodistas consustanciados con este
proyecto “defiendan lo indefendible”. Razonable:
apeló a una frase hecha en un momento de emoción para no quedar pegoteado con
el oficialismo, como un simulacro de equidistancia al momento de
cuestionar a los periodistas de los medios hegemónicos. Pero lo que resulta
incomprensible, además de doloroso, es que haya colocado en un mismo plano las
operaciones manipuladoras y la posición política que adopta un periodista. Las primeras sólo traen desconcierto y
dolor, además de deslegitimar a las autoridades democráticas. Las segundas,
sólo pueden inspirar algún desacuerdo, pero nada tan macabro como la alteración
de la estabilidad constitucional. Y menos aún, provocar un descalabro económico que someta a los más vulnerables a la
más extrema pobreza. Quizá Sietecase profundice qué es lo que le resulta
tan indefendible de este proyecto que
estamos construyendo.
El periodista rosarino también
habló de la grieta, una especie de fractura novedosa que nunca antes había existido en nuestro
país. Como si desde el momento en que se decidió que este territorio, en
lugar de ser colonia, fuera una nación independiente, todos sus habitantes
vivieron en concordia, armonía y solidaridad hasta la llegada del kirchnerismo.
La grieta es inevitable cuando existen
intereses contrapuestos; cuando la angurria desmedida de los que más tienen
amenaza con desplegar la miseria generalizada; cuando los conspiradores,
evasores, agiotistas no escatiman esfuerzos para llevarse puesto un gobierno
que pretende poner algunos límites. ¿Cómo
reparar esta grieta si no es con la renuncia de estos personajes oscuros a esos
fines tan miserables?
La
funesta arma de la inflación
Las tarjetitas que adornan las
góndolas de los supermercados incluyen, cada tanto, la palabra ‘oferta’,
marcando de esa manera que estamos ante un precio especial. Seguramente, nos
parecerá tentador cuando ofrecen dos productos al precio de uno, lo que implica
un descuento del 50 por ciento. O determinado artículo aparece en un envoltorio
algo más grande con una cantidad X de
regalo. Estas estrategias tienen
como objetivo mimar al cliente y
convencerlo de que se está ahorrando algo de dinero. A veces, son tan
persuasivas que hasta construyen el mito de vender más barato que el resto de
los supermercados. Y el público deambula buscando los mejores precios sin saber
en realidad, cuánto tiene que costar determinado producto. Eso sí, más allá de
estos mimos que pueden resultar ventajosos al bolsillo, todos tienen la sensación de que todo está más caro y poblar alacenas y
freezers se convierte en una tarea ciclópea.
Sin intenciones de abordar las
complejas propuestas de las teorías económicas, cabe preguntar qué es el
precio, cómo se conforma, qué variables incluye en su cálculo. El número que
vemos en la tarjetita, ¿es
representativo de lo que cuesta producir ese artículo o es una arbitrariedad
más entre tantas? ¿Vale la ley de la
oferta y la demanda como explicación para esa cifra? ¿No es hora de derogar
esa norma jamás votada por ningún parlamento y que hace tanto daño en la
economía doméstica? ¿No sería éste un momento adecuado para democratizar los precios, para que dejen
de ser herramienta de los especuladores
y avariciosos actores de la cadena de comercialización, para que no sean
más armas de desestabilización, como
ha ocurrido muchas veces en nuestra historia?
El nuevo equipo económico del
Gobierno Nacional, además de invitar de muchas maneras a los estancieros y
exportadores para que pongan en funcionamiento lo producido en nuestra tierra,
está estudiando un nuevo acuerdo para que comprar los productos esenciales no
se convierta en un camino tenebroso. Por más que se incluyan 200 artículos que
representen el 70 por ciento del consumo estimado, el convenio se basará en los precios arbitrarios que dispongan las empresas,
sin cuestionar costos ni ganancias. Para tener un sistema económico
equilibrado que esté al servicio del hombre lo más importante es establecer la tasa de ganancia que
deben obtener los actores de la cadena de comercialización. Y quitar de la
escena a los especuladores, a los avariciosos sin límite, a los que consideran
que todos estamos para acrecentar sus arcas, a los que se apropian de ganancias ajenas y obstaculizan la
redistribución del ingreso.
Cuando por las buenas no hay
resultados, se hace imprescindible tomar otro camino. Porque esa grieta que inspira
tantas lágrimas de cocodrilo no es más que
la brecha construida por los que se creen dueños del país y sienten que ahora están
perdiendo terreno; los que nunca dudaron en deglutir los ingresos de unas
tierras más que fértiles para derrocharlos en lujos obscenos; los que tumbaron gobiernos que no
satisfacían sus intereses; los que masacraron a los más vulnerables y
provocaron lágrimas de sangre en muchas generaciones; los que rifaron la soberanía para obtener caricias del Imperio.
Después de todo esto, está más que claro que las operaciones mediáticas y la defensa de lo indefendible provienen
del lado más oscuro de la grieta, desde donde ladran y babean los bichos
más monstruosos. Y ahora no encuentran maquillaje que los muestre como tiernos
conejitos.
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