Una vez más, un
conflicto nos convoca a tomar una posición. Desde la Rebelión de los
Estancieros, la ciudadanía se acostumbró a acomodarse de un lado o del otro, algo que desespera a los adoradores de los desideologizados noventa. Claro, en
esos tiempos, el sentido común construido durante la dictadura bastaba para
desmantelar al Estado, obsequiar los bienes, incrementar la desocupación y
distribuir la pobreza. Ahora, los
nostálgicos de los años oscuros encuentran dificultades para convertir sus
angurrias en medidas de gobierno. Y sus emisarios –de tan desorientados- no
saben cómo argumentar. Que un socialista como Hermes Binner cuestione las
reformas a la Ley de Abastecimiento con sus creencias sobre la mano invisible
parece un chiste, aunque es una muestra
más de la obsecuencia que promete. Para los confundidos, estos planteos
visualizan dos posiciones extremas del Estado: su ausencia o su presencia en
las relaciones de una sociedad. Si el
Estado existe para facilitar los negocios de una minoría avarienta o para
garantizar el bienestar de la mayoría serían las opciones, con todas sus
variantes intermedias.
Cada día, las
piezas están mejor posicionadas en el tablero, lo que permite comprender
quiénes son los enemigos y cuáles son sus intenciones. Desde el recrudecimiento
de la batalla con los buitres, una parte
importante de los argentinos comprendimos que ceder significaría nuestra ruina;
que resistir los embates carroñeros no es sólo una cuestión de dinero, sino de
soberanía; que los holdouts no son
frágiles ancianitos que nos prestaron plata de buena onda, sino fieras voraces de fauces monstruosas.
Pero hay una moraleja que es crucial en esta historia: si estos nefastos
personajes han cobrado tamaña dimensión es porque el poder político ha cedido
terreno. Con el verso de la mano
invisible, los poderosos de la economía han absorbido las riquezas de más
de la mitad del planeta. Con la falacia
de la libertad de mercado, se han
dado el lujo de convertir la economía global en un garito donde siempre ganan
los mismos. Con trampas, por supuesto.
Cuando Adam Smith
planteó los principios del liberalismo económico –último cuarto del siglo
XVIII- el comercio se basaba en el intercambio de bienes materiales y la piratería
era cosa de aventureros audaces. El
sistema financiero actual no era siquiera una pesadilla y la existencia de los
monopolios, un vislumbrado peligro. Fabricantes, mercaderes y comerciantes
eran personas visibles y trataban con los compradores casi de igual a igual. La competencia era una realidad y no un
simulacro mafioso entre personajes sombríos. El Estado que rechazaba Smith
era el de las monarquías absolutistas, conformado por parásitos derrochadores y
obsecuentes tenebrosos. Además, el título de su famoso libro –La riqueza de las naciones- induce a pensar en algo diferente a la
acumulación supranacional de hoy.
El mundo
económico actual no es el que diseñó Adam Smith, sino un monstruo deforme pergeñado por sus sucesores, sobre todo
Milton Friedman, el demiurgo del neoliberalismo más despiadado. Por eso, que un
candidato del progresismo apele a la metáfora de la mano invisible para afirmar que “hay una forma donde se van adaptando y arreglando las cuestiones” demuestra
que es un hipócrita o un absoluto
ignorante. Para que quede claro, lo que dice es que la Política sólo debe
estar para arreglar los desastres que la Economía deje a su paso, como si fuera un fenómeno climático implacable. No para frenar los
abusos ni la prepotencia de los angurrientos, sino para permitir los estragos y
después hacer las reparaciones necesarias. Lo que plantea Binner, alguien que se dice socialista, es una
posición que sin dudas, forma parte del ideario neoliberal. Lo que promete
Binner, de llegar a ser presidente, es
convertirse en un felpudo donde los exponentes del Poder Económico limpiarán
sus botas después de salir de cacería.
Cuando el gato no está…
Si el Estado no
controla a los Grandotes nos pasan
por encima y no se necesitan demasiados datos para demostrar esta afirmación.
¿Qué haría Hermes Binner con el banco HSBC, sospechado de maniobras de evasión y lavado de dinero por cerca de 600
millones de pesos? ¿Allanaría sus oficinas o dejaría correr la travesura hasta que se arrepientan? Y si
se descubriera que el incendio en el depósito de Iron Mountain fue un sabotaje para destruir documentación
comprometedora, ¿miraría para otro lado o les ofrecería una papelera más
eficiente para desechar sus chanchullos? ¿Castigaría a los beneficiarios de las
cuentas ocultas para evadir y lavar
o los invitaría a un asado de confraternidad para salvar las diferencias? ¿Qué
haría con Clarín, que se empecina en incumplir con todas las leyes?
¿Se animaría a
denunciar a una imprenta multinacional por quiebra fraudulenta o aceptaría, sumiso, la espuria maniobra?
¿Aceptaría las presiones de los empresarios preocupados por el renacimiento de
la ley de abastecimiento o seguiría adelante con una iniciativa que busca
frenar el saqueo de nuestras billeteras? ¿A
quién representaría Binner en caso de llegar a la presidencia, al pueblo o a
las corporaciones? No hay que pensar demasiado para llegar a una
conclusión: algo invisible lo guía y no es una amigable mano sino una infecta garra que ya no puede
ocultarse.
Que haya
preferido a Capriles antes que a Chávez, puede ser moderación; que considere
subidas de tono las calificaciones a Singer y Griesa puede provenir de una cortesía
apolillada; que priorice el diálogo y la concordia será por temor a la
confrontación. Pero lo de la mano
invisible, no tiene ni pies ni cabeza.
En su discurso
del jueves, tal vez impulsada por el entusiasmo, La Presidenta aseguró que a su
izquierda sólo estaba la pared. Considerar al kirchnerismo como la extrema
izquierda argentina quizá sea una exageración. Sin embargo, es el máximo progresismo con capacidad de
gobernar y transformar las relaciones de fuerza en beneficio de la mayoría.
Progresismo entendido no como la simulación de Binner o la confusión de Macri,
sino como la tendencia a disminuir la
desigualdad y conquistar derechos. Y la acción efectiva de limar los
privilegios de una minoría que siempre nos ha pateado en contra. Tal vez por
eso estos individuos están tan desesperados: sus emisarios ya no garantizan una derrota del kirchnerismo. Ni
siquiera disfrazándose de lo que no son.
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