Aunque algunos me digan que soy un ingenuo, hay cosas que me sorprenden mucho. Más que sorprender, me alarman. Peor, me atemorizan. Este año parece ser a todo o nada para todos. Año electoral como pocos… y sin exagerar. De un lado, los que estamos mirando los logros de estos ocho años con mucha simpatía, casi convencidos (dicho con modestia) de que éste es el único camino a la vista para construir –colectivamente- el país que muchos soñamos. Memorizamos datos, cifras, siglas, estadísticas, frases, hechos para esgrimir como argumentos de lo que vamos a votar en octubre y convencer al que está dubitativo de lo que debería votar si es un argentino de buena voluntad. Lo pienso así y no suelo ser exagerado. Del otro lado, los otros, los que se empecinan en ser oposición (y no estoy hablando de políticos, sino de ciudadanos comunes y corrientes) en ver caos donde no lo hay. Es más, algunos hasta llegan a afirmar que este gobierno nos está llevando al desastre, a la extinción como país, que jamás se ha vivido una situación tan calamitosa como ésta. Cuando escucho algo así, sólo puedo dibujar una sonrisita suave, como de condescendencia. Hay venenos que no tienen antídoto. Pobres, ¿no? Van a tener que “soportar” mucho más de este kaos kalamitoso y katastrófiko.
Pero más grave aún es que, muchas veces, ese veneno traspasa límites verdaderamente venenosos. Soy un curioso impertinente, como diría Cervantes, y también un poco masoquista. Todos los días curioseo con impertinencia las cartas de los lectores de La Capital, cuyas columnas pertenecen al pueblo pero sin demasiadas precisiones que indiquen en qué zona geográfica está ubicado ese pueblo tan encolumnado. En muchas de esas cartas se ve el asco, el más racial, el más recalcitrante que uno pueda imaginarse. Ese asco-odio de aquella gente que no logra entender lo que es la inclusión. De esos que se quejan de las jubilaciones ampliadas, de la asignación universal, de los subsidios a los desocupados… En estos días leí la carta de una señora que se quejaba por la asignación extendida a las embarazadas porque convertía a las mujeres pobres en “fábricas de bebés”. Sin palabras, sin argumentos. ¿Qué quieren?¿Qué piensan?¿Qué sienten aquellas personas capaces de expresar tanta crueldad? ¿Qué clase de cuentitos leerán a sus nietos?
Derrotero muy interesante, especialmente para un filósofo "interruptus".
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