En
estos días que quedan hasta el 7D y, de seguro, los subsiguientes, se hablará
mucho sobre la libertad de expresión. Periodistas, intelectuales y políticos de
la oposición tratarán de focalizar en ese tópico su rechazo a la LSCA, como
vienen haciendo desde hace un tiempo. El exponente del radicalismo, Oscar
Aguad, llegó a declarar, en el colmo de la obsecuencia hacia el Grupo, que, de
llegar a ser presidente –en sus fantasías más delirantes- directamente la
derogaría. No es el único, sólo uno de
los pocos que se animó a expresarlo abiertamente. Sin embargo, la ley no
pone en peligro la libertad de expresión, sino que garantiza su distribución y
la amplía a nuevos actores. Claro, del universo neoliberal del que venimos, que
una corporación, la más importante, deba someterse a los dictados de una norma,
parece una anomalía pasajera. Más aún,
cuando sus directivos se han acostumbrado a que los decretos, leyes y
decisiones estén a la medida de sus intereses, en detrimento de las necesidades
de la mayoría. El rechazo y la resistencia a la ley no sólo se relacionan
con lo económico, sino también con lo simbólico. La batalla cultural tan
mentada la están perdiendo. El sentido
común dominante que han creado desde siempre se está desmoronando. Su
palabra ya no es tan valiosa ni tan temida. Los titulares no pueden tumbar a
nadie, salvo de risa. Por más que denuncien, presenten cautelares y zapateen, el muro de papel se está debilitando y la
protección que ofrecían a los poderes concentrados de la economía ya no resulta
tan efectiva.
Esta
transformación que estamos presenciando se debe, por supuesto, a los logros de
innovación, gestión y compromiso del Gobierno Nacional. Pero el empecinamiento de los medios hegemónicos en dibujar un
escenario de zozobra y un futuro de penalidades también ha hecho su parte.
Ya han perdido toda sutileza para bosquejar sus falsedades. No hay que ser un
experto para detectar el espíritu manipulador de sus contenidos. Hasta La
Nación, que otrora ostentaba una confiabilidad imbatible –más allá de su
posición conservadora- se ha contagiado de la alucinante aventura de inventar
la realidad. Pero no es el único caso. Además de los periodistas de estos
medios agoreros, políticos de diferentes partidos y hasta las jerarquías
eclesiásticas avanzan por el riesgoso
sendero de creer que el escenario inventado es el verdadero. Y hasta se
aventuran a crear sus propias farsas.
La
juventud militante del PRO –perdón por el triple oxímoron- podrá ostentar la
estética publicitaria y el glamur de sus movimientos, pero no mucho más que
eso. Los jóvenes amarillos explotaron en gritos y aplausos ante la aparición
del líder –es un decir- Mauricio Macri. “Se
siente, se siente, Mauricio presidente”, amenazaba, ilusionado, el público
de la sala teatral de la ciudad de La Plata. Y la imaginación desbordó a los
purretes. Muchos vestían remeras con el
rostro del Jefe de Gobierno porteño con la melena y la boina inconfundible del
Che Guevara y debajo de la estampa, una consigna: “Macri es revolución”. Y después inauguran un 0800 para denunciar
el adoctrinamiento en los colegios. ¿Qué
tomaron estos chicos para alcanzar una comparación así?
Eso
sí, con esa remera expresan varias cosas: no saben nada de historia ni de
política y no tienen idea de dónde están parados. Ni con quién están tratando. Macri no podría ser un revolucionario
porque para eso hay que trabajar mucho y tener ideas. Para que quede claro:
Mauricio y el Che serían enemigos. El
Che lo enfrentaría en un combate y Mauricio mandaría unos sicarios para
asesinarlo por la espalda. La libertad de expresión es un derecho
irrenunciable, pero no puede dar pie a
que el marketing se anteponga a la coherencia. Macri –al igual que los
medios que protegen su peligrosa inoperancia- explota la inocencia de sus
seguidores y persiste en el engaño como
estrategia de posicionamiento. “No
hay que dividir en vez de sumar esfuerzos, no hay que echarle la culpa a otro
por lo que no se hace”, pontificó, con
su habitual hipocresía blindada. Precisamente, Macri está donde está no por sus propios méritos, sino gracias a la
construcción experimental de un neoliberal populista, a la encarnación efectiva
de la manipulación mediática.
Porque,
eso sí, para que la manipulación sea exitosa debe haber un público que se
someta a ella; un conjunto de individuos
que no dude ni una letra de las consignas con formato periodístico que consumen
a diario; televidentes que se niegan a ser ciudadanos, que prefieren posturas
digeridas, que se sienten cómodos con la exagerada expresión de enojo en sus
rostros. Me gusta que me mientan, me
apasiona ir por la vida repitiendo opiniones sobre falsedades, me encanta
pensar que todo se va al carajo, me excita saber que vivo en el peor antro del
mundo. Lo que asimilan como
información no hace más que alimentar sus prejuicios. Alienados,
desconfiados, desmemoriados, alucinados. Sólo se manejan por la vida con
preceptos insustanciales y denuncias insostenibles, incapaces de aceptar un
argumento sólido. Aunque moleste, están en su derecho.
Estos
habitantes son libres de creer en cualquier cosa. Si el diario o la locutora
simpaticona afirman que La Presidenta está tan enojada con el documento de la
Conferencia Episcopal Argentina que se niega a mantener una reunión con las
jerarquías eclesiásticas, habrá que creerlo. Y sin importar que los involucrados salgan a desmentir las versiones
periodísticas. Los obispos emitieron un comunicado en el que aclaran que
ante el pedido de una entrevista con CFK, “la
respuesta fue inmediata y se concedió la misma para el 12 de diciembre”. Y
para que no queden dudas de la buena voluntad de ambas partes –pero no de los
escribas mediáticos- como “Monseñor
Arancedo, presidente de la CEA, estará en Roma en esa fecha, la misma, de común
acuerdo, se trasladó al martes 18 de diciembre”. ¿Cómo puede transformarse ese hecho en que La Presidenta se negó a
recibir a los obispos porque se enojó por el documento que elaboraron? ¿Cómo
creer en una mentira ya no con patas cortas, sino con amputación completa de todas sus extremidades?
También
pueden creer en las fotografías de caserones fastuosos asociados a personajes
K. La revista Noticias publicó en su edición de esta semana un informe sobre
las propiedades de Máximo Kirchner. La
Cámpora emitió un comunicado destinado a los militantes con el objetivo de
desmentir esas invenciones del pasquín de Jorge Fontevecchia. La agrupación
política contextualizó la nota periodística
en una serie de “operaciones
políticas de prensa en medio de una fuerte disputa entre las leyes de la
democracia y las corporaciones habituadas a creerse por encima del poder de las
instituciones”. El comunicado
asegura que “Máximo Kirchner no compró
ninguna chacra en Zárate y mucho menos con amarraderos” y agrega, con marcada ironía, que
“lo único que falta es que digan que
planeamos amarrar allí a la Fragata Libertad una vez que a los fondos buitre no
les quede más que liberarla”.
Desmentidas que no llegarán a los
manipulados a voluntad.
Mientras salen a las calles con los rostros encendidos y los cacharros prestos
para defender la libertad de expresión, limpian
sus pies en ella al aceptar las inconsistentes ficciones de los medios con
hegemonía en decadencia. Que se apropien de ese derecho para mentir,
tergiversar y distorsionar los hechos es un verdadero desperdicio. Que se amparen en esa libertad para creer
cualquier cosa es vulnerar el estado de derecho. No hay ley que los obligue
a cambiar de canal. Tampoco hay una que
condene a los que insisten en la necedad de confiar en los que nos quieren en
la ruina. El 7D no ocurrirá ningún prodigio porque la transformación
ocupará algunos meses. La ley trata sobre la propiedad, no sobre los
contenidos. Y esos medios, con nuevos dueños, podrán continuar con la gesta
destructora. Y los seguidores seguirán
creyendo que son críticos, independientes, informados, aunque los hechos demuestren
lo contrario. Aunque la realidad les estalle en la cara y deje en evidencia
la estafa de la que son víctimas.
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