Mientras algunos comercios se
preparan para rechazar el billete de cien pesos con la imagen de Evita, en
Bogotá, la Conferencia Latinoamericana de Imprenta de Alta Seguridad le otorga un premio por su diseño y excelencia.
Claro que no es eso lo que inspira la repulsa, sino un odio ancestral. Después se rasgan las vestiduras por la división que existe en nuestro país. Esa
brecha ha existido siempre y resultará difícil de superar. A riesgo del Autor,
imposible. Pensar en una sociedad de cuarenta millones sin conflictos y unida
en pos de objetivos comunes no es una
utopía, sino una ingenuidad, para no utilizar un adjetivo que podría herir
la susceptibilidad de algún lector. Quien prometa eso, está mintiendo con
descaro. En todo caso, lo que se esconde detrás de esa consigna es el sometimiento de las mayorías a los
intereses de la minoría. Porque de eso se trata tanta declamación dramática
con que algunos candidatos tratan de seducir al electorado. Una vez más habrá
que aclararlo: cuando desde algunos
sectores se exige diálogo es porque quieren obediencia. El país normal que algunos quieren imponer
es el del consenso para la inequidad.
Algo nunca visto ocurrió en
estos días. El candidato y creador del
Frente Renovador, Sergio Massa, lanzó su campaña asumiendo un “compromiso
público de fuego”: los integrantes de la lista firmaron una declaración
ante escribano público en la que juran no “avalar
en el Congreso ninguna iniciativa de reforma de la Constitución Nacional ni de
reelección indefinida”. Lo que no es un compromiso sino apenas una promesa es que defenderán con “uñas y dientes” la AUH y la “inclusión
jubilatoria”. Con uñas y dientes
pero no con sus firmas. El intendente de Tigre aseguró, además, que no dará
“ni un paso atrás” en la política de
DDHH. Nada dijo sobre pasos hacia adelante, justo ahora que se vienen los juicios a los beneficiados civiles –instigadores,
en realidad- de la última dictadura.
Cuando alguien jura es porque
el otro desconfía. Los motivos de la desconfianza pueden ser muchos. La suspicacia permanente mimetiza la
ausencia de criterio para evaluar los hechos. Quien siempre duda parece más
inteligente, aunque no lo sea. El que está en contra cree estar más iluminado.
El recelo es más fácil porque un solo dato lo respalda. Y si no existen datos, con los prejuicios basta y sobra.
Los medios con hegemonía en
decadencia explotan esto hasta el hartazgo. Gran parte de los contenidos que
difunden no tiene otro objetivo más que
confirmar los prejuicios existentes en algunos de sus seguidores. Con cada
palabra, apuntan a alimentar el núcleo duro de los desconfiados. El año pasado,
cuando comenzaron las primeras emisiones del PPT opositor, el impacto de sus operaciones informativas con forma de serias
investigaciones duraba unos días. Recién hacia mediados de la semana el
universo kirchnerista podía respirar tranquilo porque se desmantelaba la
mentira. Ahora, la fecha de vencimiento
está muy próxima a la de elaboración.
Pero a Jorge Lanata no le
preocupa la fugacidad de su hacer
periodístico. Tampoco se avergüenza por traicionar sus propios principios o
lo que sea que guíe sus pasos. De acuerdo a su lógica, cobra por hacerlo.
Quienes no ganan nada son los individuos que memorizan cada uno de sus
informes. Y son los que deberían
avergonzarse en serio por creer gratuitamente en las fábulas que se desarman al
momento de su emisión. Seguramente ni se enteran de esas desmentidas. O
están tan empantanados en la desconfianza prejuiciosa que nada logra
rescatarlos. Además, una denuncia de corrupción es más sencillo de entender que
un argumento político. Y, aunque parezca paradójico, la búsqueda de la transparencia es uno de los tópicos más
descomprometidos en la puja electoral. La tan mentada corrupción se
confirma con un solo caso y sirve para mancillar a la Política en su conjunto.
Con esto no se pretende validar
el accionar delictivo de algunos individuos que se montan a la función pública
sólo para garantizar su fortuna. Pero de
ellos tiene que hacerse cargo la Justicia y no un grupo de periodistas reunidos
en un estudio televisivo como si fueran jurados celestiales. Que un
funcionario vaya a la misma taberna que un narcotraficante no lo convierte en
un bandido. Tampoco que vivan en el mismo barrio. Desde las desalentadoras
usinas mediáticas, Puerto Madero se presenta
como una cueva de piratas y con sólo transitar por la zona, cualquier
ciudadano se transforma al instante en un peligroso filibustero. Las
propaladoras de estiércol se han esforzado también por demonizar a algunos
personajes del staff gubernamental. Desde hace un tiempo, ‘Moreno’ ha dejado de
ser un apellido para convertirse en el
monstruo que inspira las más terroríficas pesadillas de niños y adultos. Y
tanto empeño de los odiadores tiene sus frutos: el casi linchamiento de Axel Kicillof en un buquebus es un claro
ejemplo de ello.
Con estas estrategias
discursivas que muchas veces incluyen la
mentira, la calumnia o la extorsión evitan abordar una comprometida discusión
basada en un honrado posicionamiento ideológico. Claro, saben que ahí pierden; que en ese terreno no tienen nada para
proponer y mucho menos para defender. Lo que importa es terminar de una vez
por todas con este gobierno que los desvela. No incumbe cómo. Lo grave del
asunto no es sólo que muchos periodistas se trepen a ese tren denuncista, sino que lo hagan también los candidatos. Porque ellos tampoco
encuentran la manera de contrarrestar la potencia del kirchnerismo en el plano
de las ideas. Por eso sus intervenciones verbales son tan erráticas y confusas, tan contradictorias, tan poco propositivas.
Los candidatos integran listas multicolores cuya única promesa es la
disolución.
Y aunque están cada vez más
solos, siguen insistiendo con la misma treta: pegotearse de manera incongruente para conquistar un público cada vez
más disperso. Un manojo de individuos que se amontonan más por el espanto
que por el amor. Y de tan confundidos, marchan a la calle no para conquistar derechos sino para exigir privilegios. Cualquier
cosa cabe en las pancartas que blanden, desde la exención impositiva para los
altos ingresos hasta los insultos más inaceptables. Minorías que niegan toda legitimidad a la mayoría. Sujetos que
pisotean todo principio democrático para imponer sus más desconcertantes
caprichos con formato de demandas atendibles.
Con tal de estar en contra,
niegan cualquier logro. Hasta llegan a
dudar de la veracidad del lema “la década
ganada”. Para fundamentar su rechazo, se sumergen en el absurdo, como
hablar de dictadura, censura, persecución, entre otras alucinaciones nocivas. Con tal de estar en contra, hasta parecen
traidores. Si en los conflictos internacionales se ponen de parte de los
otros y, por más doloroso que parezca, han festejado los tropiezos y celadas
que hemos padecido en estos años. Aunque en el Congreso todas las fuerzas
políticas votaron por una declaración de rechazo a la humillación padecida por
el presidente Evo Morales, ante los micrófonos evitan cualquier mención al
asunto. ¿Será porque se saben espiados y
no quieren quedar mal con el Imperio? "Me corrió un frío por la espalda cuando
me di cuenta que nos espían a través de sus servicios –confesó CFK en Tucumán -y del otro, de mi país, solo escucho silencio".
Por más que zapateen, la década
ganada es un hecho indiscutible. En eso se basa tanta desesperación, tanta saña
criticona. "Buscan bajarnos el ánimo. No nos perdonan haber levantado la
autoestima de los argentinos", clamó La Presidenta el día de la Independencia. Y el 197 aniversario
cobra sentido porque, sin dudas, estamos mucho mejor que diez años atrás. Si
hoy refrendamos la independencia es porque el Estado se ha convertido en el “gran constructor de las políticas
económicas y sociales”. Eso es lo que más molesta, pero no lo pueden
confesar. Por eso tiemblan ante la posibilidad de una reforma
constitucional que consolide esos principios. Por eso se asquean ante la
promesa de Cristina: “a la década
ganada le tiene que seguir otra década ganada”. Por eso todo lo que
antecede, porque piensan el bienestar como un privilegio y sienten rabia cuando deben compartirlo. Y odian perder privilegios.
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