Murallas para proteger privilegios
Si
no fuera por la gravedad institucional que significa, el
episodio de la Corte podría inspirar un exitoso culebrón. Con la incorporación
de algunos personajes más carismáticos, claro está. Y que cuadren un poco con
el perfil de víctimas, porque el Presidente del Máximo Tribunal no da para el
papel. Aunque los creativos operadores mediáticos aporten una cuota de
dramatismo, sólo unos pocos creen la
historieta de un notable tribunal de frágiles sabios acosados por las satánicas
fuerzas de un poder populista. Sin lugar a dudas, detrás de todo esto, hay una
jugada que pretende ser maestra. Pero no lo es. Salvo, por supuesto, que los
prejuicios anulen cualquier razón y la manipulación informativa se lleve todas
las palmas. Aunque parezca mentira, algunos
Supremos se sumaron a la campaña electoral y hacen lo imposible para aportar a
la contienda. Con el sacrosanto sayo de la independencia, señalan límites
más ideológicos que constitucionales. Sin quitarse el uniforme de árbitro,
juegan sin disimulo en uno de los equipos. Lejos de acompañar a la mayoría que
quiere transformar un sistema judicial apolillado, preservan con gesto aristocrático un statu quo en decadencia.
Difícil no reconocer el
esfuerzo que diferentes sectores están haciendo para construir una barrera de
protección a los privilegios minoritarios. A la enloquecedora agenda de los
medios hegemónicos y la sobreactuación de la mayoría de los exponentes de la
oposición, se suma la indisimulada e
invaluable contribución de los custodios
del desequilibrio. Ahora sí cobra sentido la desconcertante frase de
Carrió después de las últimas elecciones presidenciales, cuando prometió encabezar la resistencia
al régimen. Si en aquel
momento parecía clamar en desvariada soledad,
hoy no debe ser la única que piensa de esa manera. Con una ligera recorrida por
las declaraciones de los principales candidatos, se podrá apreciar el hilo
conductor que las inspira: la necesidad
de poner un freno al avance K.
Aunque a regañadientes
reconozcan algunos tópicos de esta década ganada, proponen un misterioso giro por caminos indecibles para arribar a un
futuro incierto. Algo así como todo
bien, pero peguemos la vuelta. Por increíble que parezca, anticipan una
catástrofe que no está a la vista. Al contrario, todo sugiere que nada de eso
va a pasar. Y lo que pasa, es más
producto del sabotaje que de la inoperancia. En estos días, el complot triguero
alimentó fantasías destituyentes. También, disparó el precio de la harina y sus
derivados. ¡Cuántos habrán soñado con
muchedumbres hambrientas suplicando por un mendrugo enmohecido! Una vez
más, queda demostrado que el incremento del precio de los productos responde
más a la ambición especulativa que a condiciones de producción. Otra vez, se
hace imperioso regular aún más a los actores de la economía. Más que nunca, el Estado debe garantizar
que la mayoría no sea víctima de las angurrias de una minoría insaciable.
Primero fue el acuerdo que
logró Guillermo Moreno con los panaderos para sostener el kilo de felipes a diez
pesos. Después, la advertencia del
ministro de Agricultura, Norberto Yauhar. “Si los productores no ponen el trigo a disposición del mercado, el
Estado tomará medidas”. Para el ministro, esta situación tiene su origen en
“la especulación de los sectores de la
comercialización y acopiadores”. Presión
pura. Fintas que parecen pedir medidas más enérgicas para neutralizar a sus
autores. Más temprano que tarde, deberá
considerarse la producción de alimentos como bien público y no como tesoro
privado. Con todo lo que ello significa, desde la explotación de la tierra,
la producción de sus frutos y la comercialización interna y externa. A
diferencia de otros tiempos, hoy es posible pensar en estos caminos. El discurso dominante de otrora está en
retirada porque un nuevo pensar común está amaneciendo.
Por eso tanta resistencia. Por
eso tanto anticipo de catástrofe. Por eso, algunos hablan de la necesidad de
poner límites. Detrás de cada queja, de
cada consigna, de cada denuncia esconden los logros más destacados. Tanto
el control a la adquisición de moneda extranjera como la inversión en
producciones culturales reciben las diatribas más descarnadas. En la errática
mirada opositora todo de convierte en una limitación a las libertades
individuales, una compra de voluntades, una apropiación discursiva, una
expoliación patrimonial, un acto de corrupción. Los representantes de la mayoría son tratados como invasores por los
que conquistan cada vez menos seguidores. Como en otros momentos de nuestra
historia, las minorías se horrorizan por
la irrupción de una voluntad colectiva que
desea transformar nuestro país para siempre.
Como si no hubiera buenos
resultados en muchas de las medidas. Desde que en octubre de 2011 comenzaron a
delinearse las restricciones a la compra de dólares, la fuga se ha detenido notablemente. Y eso a pesar de las fisuras
que aprovechan los pícaros de siempre. A
principios de este año, encontraron la forma de gambetear los controles con la
extracción con tarjeta en el extranjero. En el primer trimestre, lograron sustraer más de 120 millones de
dólares. Cuando el Banco Central advirtió la maniobra, envió cartas a los
usuarios de tarjetas para que justifiquen los retiros. En los tres meses
siguientes, estas operaciones registraron un
retroceso cercano al 90 por ciento gracias al límite dispuesto por los bancos,
no por su voluntad, precisamente. Aunque muchos no quieran entenderlo, existe
un motivo: cada dólar que se fuga, lo pagamos entre todos. Una patología individual que afecta al colectivo.
Pero la mezquindad parece no
tener límites. En estos días, circuló el video editado del accidente
ferroviario de Castelar. Para calmar a los desconfiados, la copia en crudo, sin
leyendas explicativas, está en poder de los investigadores. La secuencia
muestra al tren que parte de la estación de Morón y todas las instancias que podrían haber evitado la colisión,
desatendidas por el maquinista. En ningún momento, Daniel López informó
sobre algún desperfecto. Por el contrario, parece decidido a embestir la
formación detenida a pocas cuadras. A simple vista, todo podía impedir la tragedia menos la voluntad del conductor,
que, como un kamikaze sobre rieles, incrementaba la velocidad para desatar la
catástrofe. Siniestro, pero probable. Y si las cosas no ocurrieron así, si en
realidad fue una falla mecánica y ninguno de los frenos funcionaron por desidia
o ahorro, es igualmente siniestro. Nada
excusa una tragedia intencional.
Pero, indudablemente, es el Estado el que debe tomar las riendas
del país para garantizar buenos resultados. Las fórmulas anteriores
produjeron un penoso retroceso: el Estado genocida al servicio del Poder
Económico especulativo financiero, el Estado acosado por el establishment, el
Estado cómplice de las minorías, el Estado bobo de la Alianza. Cada uno de ellos contribuyó a la
destrucción de un país que parece indestructible. Ninguno de ellos
garantizó una década tan pujante como la pasada. Ninguno de ellos puede
prometer una década mejor, sino todo lo
contrario. Por eso, para seguir avanzando, es imprescindible conquistar más
derechos, más soberanía, más democracia. Y si desde los centros de poder pretenden
poner límites, ya sea amoldando la Constitución
a sus intereses o conspirando en las sombras, se hace imprescindible
domesticarlos. Ya hemos padecido muchas
veces estos atropellos y no merecemos otro trago con el amargo sabor de la
derrota.
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