Cuando se acerca diciembre, comienzan los preparativos para los festejos de fin de año. Algunos
pensarán en despedidas con amigos y compañeros de trabajo o en las ineludibles
reuniones familiares. Unos con entusiasmo y otros con cierto disgusto. También
están los que desdeñan estas fiestas, los que se deprimen y hasta los
infaltables antis. Pero si de
tradiciones se trata, los más creativos son los que deciden celebrar
con saqueos, disturbios y bombardeos mediáticos. No brindan con sidra pero
nos brindan unas gotitas de caos,
cada vez más predecibles y menos efectivas. El año pasado, una protesta
policial se transformó en una rebelión destituyente y en algunos puntos del
país ocasionó situaciones dramáticas. Este año, de tan prevenidos que estamos, cualquier cosa que prueben se convertirá en
una deslucida parodia o en una travesura pueril. Siempre y cuando los
actores del elenco estable sólo rompan unos vidrios y tiren algunas piedritas
para las cámaras. Si en sus planes incluyen atentados contra la vida para
emporcar el escenario, que ni lo
intenten porque esta vez no nos vamos a dejar intimidar.
El clima se está armando desde hace rato. Ni bien
empieza el año, los guionistas
planifican los pasos del “Operativo Desgaste”. Después, distribuyen los
roles entre los peleles del staff, tanto periodistas como políticos de la
oposición. El organigrama incluye,
por supuesto, una amplia cobertura mediática hasta en el incidente más
minúsculo. El objetivo es convencer a
los argentinos de que estamos padeciendo la crisis más grave de nuestra
historia, que estamos gobernados por los más corruptos y que somos los
peores porque no hacemos lo que hacen los mejores, que, aunque en crisis, deben
seguir siendo un modelo. No nos dicen
que esos países están en crisis porque hacen lo que los consejeros quieren que
hagamos. Como este argumento resulta incongruente son cada vez menos los que se dejan engañar por estas patrañas.
El 13N, la última manifestación cacharrera de los
odiadores, resultó tan escueto que
avergonzó a sus organizadores. Las expresiones que los participantes
vertieron ante los pocos micrófonos que se acercaron a los focos de la protesta
revelaron ausencia de argumentos,
abundancia de prejuicios y muchísimo desprecio por la convivencia democrática.
El establishment esperaba dar un golpe letal copando las calles con la
indignación de la ciudadanía en su conjunto y apenas lograron que un manojo de individuos vestidos de gala sacaran la
lengua para hacer catarsis.
Pero eso no es nada: las encuestas son cada vez más
adversas para los intereses patricios. Si hace unos meses anunciaban que gracias
al fin de ciclo los opositores
ganaban las elecciones de taquito, ahora están desesperados porque parece que no
van a pasar ni la primera vuelta. Si estaban convencidos de que gran parte
del país odiaba a los Kirchner, ahora se dan cuenta de que los únicos que
odian son Ellos, esos pocos que se creen los dueños y nos quieren manejar a
su antojo. Lo único que lograron con la manipulación informativa, las especulaciones
múltiples y el latrocinio de los precios fue
despojarse de las últimas máscaras que cubrían la bestial inmundicia de sus
rostros.
Una
margarita cada vez más deshojada
Los opositores proponen cambiar, pero gran parte de la población no quiere
el cambio que ellos proponen. Que CFK mantenga una imagen positiva de más
del 49 por ciento después de siete años de mandato no es indicio de una expandida disconformidad, sino todo lo contrario.
Pero lo que más debería preocuparlos no es la potencia del kirchnerismo y su 35
por ciento de intención de voto, sino
que el electorado al que pretenden conquistar no se siente representado por su
impronta opositora. Un estudio de Ibarómetro publicado en Página/12 el
domingo 23 revela que la mitad de los no-K
no cree en nada y apenas un seis por
ciento confía en los exponentes de la oposición. Y contra todo lo que está
intentando el Círculo Rojo, el 60 por
ciento no quiere que se junten todos los partidos para derrotar al candidato de
Cristina.
Lo que no comprenden los actores de la oposición
es que detrás del oficialismo tan denostado hay un número considerable de argentinos que aprueba gran parte de sus
medidas. Y que esta aceptación no se basa en un especulador intercambio de
beneficios por apoyo, sino que hay un
sentimiento que se aproxima a la pasión. Pasión que ninguno de los
opositores podría despertar siquiera con un hechizo pero califican con el
despectivo mote de populismo o, con
más repudio, clientelismo. Cada
insulto que recibe Cristina, cada mentira que enloda a cualquiera de los
funcionarios K, es recibido por los
adherentes como una afrenta personal. Como si se injuriara a una hermana o
se agrediera a un primo.
A medida
que abandonan la política, más deben recurrir a las mentiras y los agravios. Como el
territorio de las ideas les resulta esquivo, deben apelar a los ataques
personales. Y si no obtienen buenos resultados, siempre habrá algún juez que
atienda sus impulsos denuncistas. Todo
es válido para llevar adelante esta campaña electoral que, de tan extensa, los
está dejando exhaustos. Todo sirve si se trata de ocultar el programa de
gobierno que, en el hipotético caso de acceder a la presidencia, piensan
aplicar. El Presidente del Banco Central, Alejandro Vanoli, desafió a los eternos candidatos a que, en
lugar de imaginar problemas, expliquen cómo los solucionarán. “Muchos piensan que hay que aplicar
políticas de ajuste, despedir gente, achicar el Estado, subir la tasa de
interés, aumentar impuestos” –especuló el funcionario- aunque “no lo van a decir tan abiertamente en
campaña electoral, pero si se analiza lo que hicieron en el pasado, la receta
es ésta”.
Mientras los postulantes pregonan sandeces en los
medios, otros actores entran en la escena para ejecutar esta divertida obra. Carrió defecó lo suyo y se largó a Punta
del Este a desparramar su humanidad en alguna playa. Un grupo de senadores
firmó un compromiso de rechazo a cualquier propuesta del Ejecutivo para
reemplazar la vacante que deja Zaffaroni en la Corte Suprema de Justicia. Y después se enojan porque el abogado
Eduardo Barcesat presenta una denuncia por sedición. Para Barcesat, “ha tomado estado público la iniciativa, ya
concretada, de senadores nacionales, para operar una connivencia delictiva a
fin de impedir que el Poder Ejecutivo Nacional cumplimente la manda
constitucional”. No es por pensar
distinto, como recitan los involucrados, sino por atentar contra el correcto funcionamiento institucional.
Y como frutilla de este postre de fin de año, el
juez Claudio Bonadío ordenó un innecesario
allanamiento en las oficinas porteñas de Hotesur SA, la empresa que
administra un hotel que La Presidenta tiene en El Calafate. La denunciante,
Margarita Stolbizer, sostuvo que “la
actividad hotelera es una de las actividades que se utilizan para el lavado de
dinero, el delito a través del cual se encubren los dineros mal habidos”. Como si fuera el único hotel del país.
Además, el poli-denunciado juez
ordenó allanar un departamento vacío por
una insignificancia administrativa que sólo busca alimentar titulares agoreros.
Pero no hay que bajar los brazos: no sólo en diciembre, sino hasta las
elecciones presenciaremos estas intentonas de los que ya podríamos considerar enemigos.
Una pena que algunos candidatos con representación parlamentaria se sumen a
estas pantomimas. Pero resultaría dramático que, cuando lleguen a la Rosada
después de tantos esfuerzos, se
conviertan en marionetas que bailen al ritmo que imponen en los hilos los
siniestros del Círculo Rojo. Pero nada de esto pasará porque ya conocemos
el resto del guión y, en verdad, no nos gusta nada.
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