El regocijo que alcanzan
algunos personajes mediáticos y políticos cuando hablan de los linchamientos
hacia presuntos delincuentes supera niveles repulsivos. Un regodeo originado en la posibilidad de que los apremios ilegales de
algunos individuos desbordados por sus prejuicios proliferen hasta volverse
incontrolables. Como si hubieran encontrado la mecha para provocar el
estallido que se convierta en un golpe letal para el Gobierno Nacional. Estas exageradas reacciones hacia pequeños
rateros es el resultado de años de remover el caldo de la inseguridad desde los
informativos. Inseguridad condimentada con muchas pizcas de estigmatización.
Y con muchos mitos que decoran el plato: un amenazante delincuente que acecha
la tranquilidad del buen vecino y que protagoniza todos sus miedos; agentes
policiales que no utilizan la bola de cristal para predecir cada hecho delictivo;
una Justicia con puertas giratorias que no castiga in situ al sospechoso;
autoridades nacionales que no sólo miran para otro lado y niegan el problema,
sino que incentivan la inseguridad con sus agrupaciones políticas, sobre todo
con los de La Cámpora, origen de todos los males habidos y por haber. En líneas generales, ésta es la estructura
del cuento que inspira los linchamientos, catarsis violenta de sujetos que
comienzan a emplear sus cacerolas para algo más peligroso que hacer bochinche.
Siempre es bueno aclarar que
todas estas consideraciones no apuntan a negar la existencia de delitos de todo
tipo, sino que buscan un poco de racionalidad al asunto. Si bien puede haber
zonas de mayor peligrosidad, la mayoría
de los habitantes de nuestro país apenas puede estar expuesta a algún delito
menor. Y no en los niveles alarmantes que aparecen en las pantallas. Lo que
uno intenta señalar desde hace mucho tiempo es que el clima de riesgo extremo no es más que una construcción mediática.
Con sus repeticiones hasta el hartazgo, con la eliminación de referencias
geográficas, con las propaladoras que se extienden por todo el país logran apuntalar la frase “ya no se puede salir a la calle sin que te
roben, te violen o te maten”. Idea
que se desmonta al salir, precisamente, a la calle y comprobar que muchísimas personas desatienden la frase que muchas veces
repiten. A pesar de esto, están ganando esta batalla. Salir de este berenjenal
va a consumir mucho ingenio y necesita mucha cintura política para desactivar
las trampas que han tendido.
Un
paseo por las artimañas
Todas las tretas que emplean son
complejas, además de absurdas. La más difundida es que la delincuencia se ha incrementado desde la llegada del proyecto K,
cuando, en realidad, es todo lo contrario. Una que va en el mismo sentido
es que el kirchnerismo defiende a los delincuentes, idea que no tiene sustento
por la inexistencia de un solo hecho que la avale. Sin embargo, todas las protestas sobre la inseguridad van
dirigidas a La Presidenta y su equipo, saltando magistralmente a
autoridades comunales, municipales y provinciales, que tienen una responsabilidad directa sobre la mayoría de los delitos.
Quizá esta mezcolanza tenga su
origen en la reactivación de los juicios por delitos de Lesa Humanidad, visto por algunos como una revancha de los subversivos, los delincuentes de los setenta. Para
esa mirada enviciada de la historia, los militares y civiles que reorganizaron el país son víctimas de una
venganza. Enfermizo, pero en la confusión, cobra sentido. ¿O acaso alguien ha
olvidado cuando el apócrifo ingeniero Blumberg afirmó que los derechos humanos
son para gente decente? ¿O no han escuchado a la víctima de algún delito
reclamar por sus derechos humanos o afirmar que éstos son sólo para los
delincuentes? Aunque no sean muchos los
que se abracen a estos tópicos, la amplificación mediática logra que parezcan
una multitud.
La segunda de las trampas
parece más efectiva. La inseguridad de la que hablan desde los medios está compuesta
por los delitos cometidos por los villeros con visera hacia la nuca. Una construcción que suena a segregación.
Afirmaciones que buscan instalar una lógica destructiva: sobre que los buenos vecinos son víctimas de los marginados, con sus impuestos deben contribuir para mantenerlos. Estos morochos provenientes de las peores cloacas del planeta, no sólo
atentan contra la seguridad y la estética, sino que reciben los beneficios del
esfuerzo de los argentinos de verdad.
La
respuesta del oficialismo es una muestra evidente de la eficacia de esa trampa. Tanto
La Presidenta como sus funcionarios aseguraron en estos días que la mejor
manera de combatir la inseguridad es con más inclusión. Esto, además de
confirmar la falsa hipótesis de que todos los pobres son chorros, acrecienta el
rechazo de una minoría protestona hacia cualquier iniciativa de redistribución
del ingreso. Y si el Jefe de Gabinete afirma que es necesario incluir con
mayor educación, convierte a los estigmatizados en un malón embrutecido. Aunque
muchos sepamos que no todo pobre es delincuente por el sólo hecho de serlo,
consideramos imprescindible ofrecer una vida más cómoda, más cercana a la
dignidad material y simbólica. Pero de esta manera, y con las mejores
intenciones, seguimos reforzando los
prejuicios que ostentan una minoría patricia y un manojo de individuos
alucinados por el sueño de la pertenencia. Esto no quiere decir que haya
que abandonar todos los intentos de tender a la equidad, pero sí significa que hay que redoblar los esfuerzos para convencer a
los confundidos.
Ante el prejuicio con formato
de refrán que reza “los choros entran por
una puerta y salen por la otra”, es indispensable explicar que eso ocurre
porque, contra todo lo que se vocifera, se
cumplen las leyes y los derechos constitucionales. Toda persona es inocente
hasta que se demuestra su culpabilidad, por lo que nadie debe permanecer en la
cárcel sin someterse a un juicio. Más de
la mitad de la población carcelaria está en esa situación, en prisión y sin
sentencia. Lo que pasa es que esa frase exige que el ratero que roba una
cartera sea castigado al instante y hasta el fin de los tiempos. Para los que
sostienen y difunden ese lugar común, la
justicia no debe buscar la reinserción del reo, sino su absoluto ocultamiento.
Para ellos, la cárcel no debe ser un lugar de re-educación sino un resumidero.
En esta construcción mediática
de la inseguridad hay un estereotipo del delincuente que conduce a profundizar
el desprecio hacia el otro, sobre todo al sumergido durante tantas décadas de
recetas importadas. Este imaginario no incluye a todo individuo que incumple la
ley porque la seguridad del buen
ciudadano sólo está amenazada por esos monstruos que emergen de las barriadas.
La especulación, la evasión, la explotación laboral, la fuga de capitales, la
remarcación infundada de precios de ninguna manera significan amenaza alguna
para los consumidores de los medios hegemónicos. Los incluidos no cometen delitos, sino que trabajan denodadamente
para convertir un almacén en una cadena de supermercados de la noche a la
mañana. Claro, es más grave que un motochorro arranque el reloj de una
muñeca que unos señores con traje provoquen una crisis como la de 2001. El primero, merece la más infectada de las
mazmorras; en cambio, los segundos deben ser destinatarios del respeto y
adulación de la sociedad por su contribución al desarrollo del país.
Sin embargo, estos delincuentes
son los peores. Porque uno puede comprender que alguien se vea forzado a
cometer un delito para sobrevivir, pero, de
ninguna manera puede aceptar que un empresario enriquecido a través de métodos
espurios continúe con sus prácticas carroñeras impulsado por su incontenible
angurria. Estos son los que deben recibir el más profundo desprecio porque
la inseguridad que ocasionan afecta a casi todos los argentinos. Pero claro, es más fácil pisotear al que ya está en
el suelo que destronar a los poderosos que siempre se quedan con todo. Como
dice uno de esos refranes que sí están basados en hechos reales, el hilo se corta por lo más delgado.
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